miércoles, 25 de noviembre de 2020

ASÍ NO SE PUEDE

Había que empezar el curso a como diera lugar. Esa era la única respuesta de la Junta a las peticiones (casi llamadas de socorro) de nuestro centro. Se comportaba la Administración como el profesor cejijunto y brutal que no atiende a razones, quizá para ocultar lo que lleva dentro, ese niño tarambana al que se le pasó el verano a necias y le llegó septiembre sin haber hecho los deberes. Faltaban días para el inicio de curso y en reunión de departamento debatíamos si cabría negarse a dar las clases en condiciones en que no se pudiera garantizar nuestra seguridad y la de los alumnos. El trabajo del equipo directivo debió de ser ingente, haciendo todas las piruetas imaginables y aun inimaginables ante cada “no” de la Junta y la inefable Rocío Lucas, otra valiente inútil. Se solicitó otro edificio para desdoblar las clases grupales. Se negó (el Ayuntamiento sí había acondicionado uno para la Escuela Municipal de Música). Se pidió a la Fundación Siglo que cediera cuatro de sus aulas interactivas. Cedieron dos. Los profesores de viento estábamos especialmente preocupados, porque poco podrían contra los aerosoles, en un aula de 10m2 y con ventilación escasa, las mamparas de un metro por dos que nos facilitaron por toda protección. Lo demás, lo de siempre: mascarillas, distancia, y lo que resolviera el equipo directivo. “¿Pero las clases colectivas, que ni siquiera tienen calificación propia, preguntaba uno, no podrían suprimirse como en otros conservatorios?”. Nones. “¿Y la banda se mantiene?”. Sipi.

Nunca pensé que pudiera no disfrutar de este trabajo. Pero así no se puede, parapetado detrás de una pantalla, sin poder tocar para poner un ejemplo de fraseo (de momento no me la juego), parando a los 20 minutos para renovar el aire y luego a los 50, sin poder tocar las manos de los alumnos. La impotencia con los de 1º es inexpresable. Me resisto a aceptar que lo pedagógico quede en un segundo plano.

Ayer, al ir al servicio, observé que una compañera había dispuesto el aula de otra manera, con la mampara en el centro como si fuera la red de una cancha de tenis. Demasiado se parecía a eso. Hacía la alumna un ejercicio de sonido imitando lo que tocaba su profesora: redondas con el Re sobreagudo, algo equivalente al estornudo de cinco elefantes. Como ir a un tablado sin chubasquero. Quizá esté pecando de prudente. Lo que está claro es que así los alumnos no tiran, que no hay en el aula la alegría que solía. Algo hay que hacer.

domingo, 8 de noviembre de 2020

EXTRAWELT

 

Extrawelt: "Soopertrack" (single, 2005)

Más de Extrawelt                                                                                                                     Y una sesión


miércoles, 4 de noviembre de 2020

ESTATUAS DE SAL, DE AVELINO FIERRO


Durante el confinamiento de marzo y abril (¿tendremos que referirnos a él dentro de poco como “el primer confinamiento”?), Avelino Fierro publicó en El cuaderno digital y en TamTamPress unas “Cartas desde mi celda”, 31 en total, dirigidas a amigos de toda laya (incluso una «a un lector desconocido») que ahora se han publicado en papel con el título de Estatuas de sal (Ediciones Franz). Pero que la circunstancia ni la mención a tan oscuro periodo ahuyenten a nadie. No recuerdo haber tropezado durante su lectura con las palabras virus o muerte. Al contrario, hay mucha vida en este libro, muchas lecturas (quien ya conozca los diarios de Avelino Fierro no se sorprenderá de ello), mucho pensamiento en voz alta y mucho recuerdo, como verán si siguen leyendo. La singularidad de este libro reside en que sus cartas se iban publicando diariamente, sin la respiración pausada de las entradas de diario que el autor va entregando en TamTamPress, lo que otorga a este Estatuas de sal una espontaneidad no menos reveladora del carácter de su autor.

En el prólogo, memorable, Jordi Doce habla de la honestidad de estas páginas que cumplieron con la tarea de acompañarnos durante aquellos días, y arroja luz sobre ese tono “sabiamente descosido” de Avelino Fierro, su entusiasmo, su humor y su capacidad de convertir el mundo “en una liebre sorprendida por los faros de la curiosidad”. El fragmento que sigue pertenece a la carta del lunes 30 de marzo, dirigida a José Enrique Martínez, catedrático de Teoría de la Literatura y natural, como Avelino Fierro, de Chozas de Abajo (León).

   La casa y los animales, las tareas del campo –las conocí todas–, el crujido de las tablas de la iglesia y los responsos y jaculatorias en la voz nasal de las viejas, el toque de campanas, los árboles que siempre nos decían algo, el canto de la lechuza, la presencia de lo sagrado, el demonio, la fiebre alta, algún relato de mi abuela sobre la guerra o sobre pastores y lobos, la hora de la siesta, el crujido de las pisadas en la nieve y los carámbanos en las tejas de los aleros, las siluetas de los guardias civiles encapotados cruzando el pueblo en sus bicicletas, la recogida de aquellas ciruelas color vino en la huerta de la madrina. Ah, claro, la vendimia; el acompañar al abuelo Quico a regar o a mi padre a la siega, él con la guadaña al hombro y yo con el temor a encontrar una culebra entre la hierba; la trilla; el misterio de la casa vieja cerca de la laguna; las escapadas con las bicis al monte, y la vuelta, ya anocheciendo, con el viento acariciándonos el rostro y aquel pedalear frenético cuando subíamos la cuesta del cementerio.

   Los primeros cigarrillos a escondidas. Los huertos encharcados. La abubilla. La sangre en las rodillas. Las paredes de adobe. El ruido de las esquilas y los rebaños. La caza de los lagartos y el fútbol en la pradera.

   La casa era un mundo cerrado sobre sí, autosuficiente. Los animales en la cuadra, conejos y gallinas. El pozo. El horno para la leña. Un banco de carpintero donde el abuelo hacía madreñas. La cochiquera. Un desván desvencijado, lleno de misterio, brujas y ratones.

   Había en cada estación una luz y sonidos y olores más o menos violentos. Uno de ellos estaba en la casa: el olor a zinc de aquel cubo que bajaba al pozo artesiano y volvía con agua fría de una tersura inmaculada, chocando contra las paredes de cantos rodados.

   La pena es que nunca tuvimos un río como Dios manda. Sólo aquella laguna llena de ranas y el estanque del pueblo de arriba, el pueblo de mi padre en el que yo nací el día de la fiesta. Ya me dirás…

   Todo revive ahora como un fogonazo. Aunque uno no lo quiera, parece que en estos días se hace balance de la vida. Llegaba la noche y salíamos a la calleja. Nunca he vuelto a oír sonar esa música de silencio, nunca he vuelto a ver tantas estrellas.