Son tres. Son jóvenes. Esperan de pie ante la puerta los últimos kilómetros antes de su parada. Visten jerséis de punto y abrigos gruesos para hacer frente al primer frío del otoño. De vez en cuando acechan su reflejo en el cristal. Se miran entre sí sólo de soslayo. El resto del tiempo clavan la vista en el suelo o la elevan hacia el techo, evitando esa franja en que pudiera cruzarse con otra mirada, ese sobresalto.
Son las diez de la noche del viernes. Vuelven a casa para pasar el fin de semana. Tendrá cada cual su historia ordinaria y única, los brazos que la ciñan, necesarios, el cuarto de sus juegos infantiles, cada vez más pequeño, la hermana confidente, el padre, su costumbre.
Desde mi asiento sólo puedo ver el rostro de una de ellas, de una seriedad un tanto impostada, en el ceño una arruguita de voluntad. Su aspecto denota la suficiente atención por la imagen como para no conformarse con el propio agrado, y sin embargo fuerza un mohín de fastidio cuando me descubre observándola. Las otras dos tienen largo el cabello. Una mujer de espaldas emociona. Transido de ternura, uno aventura en ella una esencia misteriosa y atávica, común a todas y presente ya en la niña, y funde todo ello en una idealización que casi siempre, al girarse, el rostro traiciona.
El tren comienza a frenar. La más cercana a mí ladea la cabeza y recoge un mechón rubio sobre una oreja. Cuánto peso en ese mínimo gesto. Acaso ella también hubiera podido ser la que también te escoge. Justo antes de bajar se vuelve y me mira unos segundos que valen por mil lo que tantas horas ciegas: los del vértigo, la gratitud, y, allá al fondo, una inevitable, injusta desazón por tantas puertas que no abrió mi mano, por tantos otros mundos que mi mundo negó.
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