Igual que en tiempos no tan lejanos se decía que quien no tenía televisor no era nadie, la trepidante y atolondrada deriva de los actuales ha propagado la tontería de que quien no aparece en Google no es nadie. Se envanecía uno hasta hace bien poco –sin razón, la vanagloria nunca la tiene– de que su nombre, tecleado en dicho buscador, no dejara rastro, exceptuando la página del Cuarteto Scherzo, donde es citado en el currículum de una ex alumna que toca para la BBC (bodas, bautizos y comuniones). A lo más aparecía un Sergio Salvador Fernández, profesor y director de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, y fantaseaba uno con la novelesca posibilidad de suplantar su identidad y acudir a alguno de los numerosos simposios, convenciones o cursos de verano que jalonan su mastodóntico historial, o con proponerle un intercambio de identidades con fines dolosos. Inevitable parece que con el tiempo vayan apareciendo más entradas, cosa natural que sería tan necio lamentar (nadie ha obligado a uno a abrir un blog ni a publicar nada) como el caso opuesto de desvivirse por tener más y más presencia en la red, que casos conoceremos todos. La huella queda, y punto.
Pero lo que menos le apetece a uno es que aparezca por el inescrutable reino de los cielos globales no ya su nombre, sino su imagen. Nada le parece más aburrido a uno que las redes sociales, esos clubes de amigos que suben sus fotos de la noche anterior, a poder ser cubata en mano y poses televisivas, para luego añadir comentarios del tipo “Komo iba l Chori!!!!” o “Como vea esta mi madre me mata je je je”; nada que le dé a uno más pereza, decía, que las redes sociales, y ni por asomo se le habría ocurrido abrir una cuenta en una de ellas. Pero un día ocurrió lo que tenía que ocurrir, y fue que al mostrarle a uno un conocido una foto de su Facebook se vio retratado en ella. Era, cómo no, una de esas fotos de bar que he comentado, y por mucho que pidiera a ese conocido que no la reenviara y advirtiera a los otros amigos que no subieran fotos en las que saliera uno, era ya tarde. ¿Hasta qué punto es lícito que expongamos en el más vasto e impúdico escaparate la intimidad ajena? ¿Cómo empezar a controlar ese tráfico incontrolable? ¿Quién se atreverá –y los gobiernos no parecen dispuestos– a poner el cascabel al león?
Reflexión interesante. Los límites de esta vulgaridad desinhibida no se adivinan por ninguna parte. Hay que incorporarla al punto de vista porque es un fenómeno curioso que esconde no pocas claves para comprender el mundo en que estamos. Un saludo afectuoso.
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