Hace unos años tenía la costumbre de anotar en un cuaderno el mejor
momento de cada día. No era mal ejercicio, vital ni literario.
Obligaba a estar alerta. Le parecía a uno que el apunte, la idea
despojada, reflejasen acaso mejor que un diario al uso la condición
azarosa y fragmentaria de nuestra naturaleza. Así, rebuscaba en la
entraña de esos días en los que, parece, no sucedió nada, pero
pasó una bandada de cigüeñas en demorado regreso hacia la
catedral; o escuchamos la monserga metálica de un colirrojo, con ese
sonido similar al que hace el ordenador al vaciar la papelera de
reciclaje; o nos prendió la cita anual con los primeros lirios
detrás del monasterio; o descubrimos un grupo cuyas canciones
prometían horas de luz.
Se iba uno dando cuenta de que esos instantes eran el germen de la
mayoría de los poemas que escribía o habría querido escribir, y
acechaba ese minuto de belleza que no siempre valía. No sé por qué
errado derrotero habré llegado a esta especie de urgencia por saber
reconocerlos, a esta avidez que los pone en fuga, sobre todo cuando
se les espera o se intenta propiciarlos (una música, un atardecer),
y convierte lo mejor en una forma más de la ansiedad.
Capilotes
Me ha llegado a las entrañas.gracias amigo.
ResponderEliminarCuánto me identifico con esto que cuentas. Y esas flores extraordinarias buscando también otra belleza.
ResponderEliminarEs un placer sintonizarte.