Qué
innato, el espíritu comercial. Con los mocos todavía colgando, cómo
se las apaña el imberbe para obtener rédito de cualquier situación.
Recuerdo la primera colección de cromos que completé. Era la de la
liga 81-82. Cuando íbamos al rastro los domingos, entre todos los
puestos que copaban los soportales de la plaza, había dos puntos de
ineludible visita: el tramo enfrente del cuartel de la policía
municipal, donde se vendían cachorros de perros y gatos que, en
espera de hogar, gemían su incertidumbre en cajas de cartón, y la
esquina del Quijote, por donde siempre pululaban algunos chicos,
normalmente mayores que yo, con tacos enormes de cromos (algunos con
dos o tres) que les llenaban manos y bolsillos, confiriéndoles una
respetabilidad rayana en la veneración. La pregunta que les hacía
era siempre la misma: “¿Cuáles te faltan?” Si tenía yo alguno
de los que decía, el chico estaba dispuesto a dar por él, si se le
apretaba, un taco entero, que al día siguiente, en el colegio,
cambiaba por otros cromos (sipi, sipi,
sipi, nopi, sipi...)
o por chapas o canicas. Con todos estos trueques y cambalaches, el
recreo tenía algo de feria.
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