“No
estés todo el rato mirando al nido, que aburres a los pájaros y se
mueren”. La frase de S. me dejó en el sitio. Posee ese carácter a
la vez inocente, rotundo y preciso del habla de los pueblos que ha
construido el castellano.
En
el camping en el que veraneo, entre la atalaya desde la que disfruto
de un paisaje que es ya parte del alma y el mar que se ofrece a tiro
de piedra, hay una hilera de parcelas más bajas con unos abetillos
alineados. En la tupida copa de uno de ellos, que apenas dista cinco
metros de mi posición, una pareja de verdecillos tiene nido y
camada. A intervalos regulares se escucha un piar insistente y agudo.
El papá ha entrado con comida. Al poco de salir, cesa la súplica de
los insaciables polluelos. Así suceden las cosas, sin necesidad de
subrayados, con la naturalidad de lo que no puede ser de otra manera
desde que el mundo es mundo.
Pero ocurrió algo que ni siquiera el instinto atávico de la especie
pudo prever: la llegada a la parcela de una peculiar familia –les
llamaremos los Pérez–, paradigma de la ranciedad que condena a
España a llevar cosido, vieja herida, el doloroso epíteto de
profunda, sin ser profunda precisamente la condición de estos
sujetos. La que organizaron para montar sus dos iglús fue tremenda:
los continuos gritos de los hombres repartiendo instrucciones; las
risotadas camioneriles de las mujeres ante la ignorada presencia de
un niño obeso que preguntaba al aire; el arsenal de objetos de lo
más variopinto que iban arrumbando entre los dos habitáculos,
haciendo temer una estancia prolongada.
Una de las mujeres, fatalmente, advirtió la algarabía de las crías
en una de las tomas y se acercó lentamente al árbol con instinto de
zorra. “¡Aquí hay un nido!”, gritó mientras comenzaba a
apartar las ramas y una comitiva más numerosa de lo que me había
figurado se llegaba al abeto y comenzaba a meter las manazas en busca
de aquella tibieza, súbitamente silenciosa. La mamá, o el papá,
salió volando en el momento justo en el que el intelectual del
grupo, al que llamaremos el cuñado, gritó desde su hamaca: “¡no
los toquéis que si no huelen mal y los padres los atacan!” Tardía
precaución. Pasado el minuto de la novedad, los Pérez se olvidaron
y bajaron, bulliciosos y cargados, a la playa.
Al rato el papá, o la mamá, se posó en la copa de otro abeto
cercano al del nido y pió, pero no se escuchó respuesta al reclamo.
Continuó un minuto. Alguna de sus notas sonaba con afinación
descendente, como un lamento. Finalmente se marchó. Tras otro lapso
comenzó a oírse de nuevo la monserga de las crías, desatendida,
cada vez más débil.
A las ocho de la tarde bajé a la playa, donde hizo mi alegría una
vaga esperanza de poema. Subí ansiando el silencio y la silla necesarios
para ordenar mis ideas. Pero al llegar a la caravana me recibió,
estruendoso, un ruido de ráfagas de ametralladora que salía de un
televisor de plasma que los Pérez... ¡habían colgado de la verja!,
justo al lado del abeto, y que miraban embobados, sus siete figuras
recortadas en la penumbra. Me temo que este sea un golpe definitivo
para los polluelos. ¿Regresarían sus padres?
Jejeje, magnífica epopeya dominguera personificada en estos Pérez, todos los hemos sufrido en mayor o menor medida, quizás unos tapones suavizaran el impacto...
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