Siempre que voy a Oviedo aprovecho para visitar las librerías Cervantes y Ojanguren, y si hay tiempo y la paciencia -ajena- lo permite, la de Valdés y otra de lance, cuyo nombre no recuerdo, que hay frente a la estación de tren. Hoy harán conmigo el camino de vuelta Otoños y otras luces, de Ángel González, cuyo primer ejemplar que compré perdí, y Para entregar en mano, no sé si último dietario de José Luis García Martín, que si no difiere de lo habitual será uno de esos libros retardadores del sueño, cuyo vino, en la elaboración del cuál se empleó un año más la propina de la corrección, nos beberemos de un trago.
Pero el motivo de la visita a Oviedo no era ese, sino entregar en el albergue municipal a los tres gatos, Brasi, Tiñi y Tuerti, que encontramos anteayer dentro de una caja de sidra en un maizal en Barro. Tendrían, si llegaban, una semana de vida. Creímos que no pasarían de esa noche y los cogimos con la intención de llevarlos a la perrera de Llanes. Un amable veterinario que regentaba una clínica a la entrada de la villa nos lo desaconsejó, pero nos dio el teléfono de una asociación de amigos de los gatos que nos iba a ser muy útil, al ponernos sobre la pista del albergue municipal de La Bolgachina, donde finalmente los acogerían. En la única tienda de animales de la localidad tampoco los querían, así que nos los llevamos de vuelta al camping.
Durante los dos días que los tuvimos allí (era sábado y al albergue no podíamos ir hasta el lunes) los alimentamos con leche caliente que les dábamos en un biberón. Brasi llevaba –nunca mejor dicho– la voz cantante. Su insistencia y su energía resultaron providenciales, pues difícilmente habríamos oído la débil monserga de sus hermanos. Tiñi tenía unas heridas rosáceas en el morro que desaconsejaban el contacto con él. Era el más débil y pequeño, y se negaba a comer, de manera que había que abrirle la boca y meterle la tetina a fondo. Respiraba con dificultad, haciendo un ruido como de motor gripado. Más tarde supimos que era esa carencia olfativa la causa de su falta de apetito. Tuerti tenía el ojo derecho infectado. Se lo limpiábamos con manzanilla y poco a poco se le fueron separando los párpados y asomando el blanco del ojo, lo cual, si bien era objeto de alegría, le daba un aspecto aún más lamentable. Parecía carne de cañón, pero desde el principio demostró aferrarse al biberón y a la vida con uñas y dientes. Si nos hubiéramos quedado con uno de los tres, habría sido con él. Salvo Tiñi, casi siempre comían de buen grado. Se nos subían a las zapatillas o se acurrucaban en nuestro regazo después de cada toma. Empezaban a jugar entre ellos. A veces creíamos percibir en su cara miradas de gratitud. Al llevarlos al albergue nos pareció que quedaban en buenas manos. S. lloró al despedirse de ellos.
Después de comer paseamos por el centro el tiempo suficiente como para acabar mareados por los toques de campana (en realidad son grabaciones) que reproducen el Santa María a los cuartos, las medias y las enteras, y aun diríamos, tan raudo se pasa el tiempo, que a las y cinco y a las y diez y a las y veinte. No recordaba una insistencia musical semejante desde tiempos de Kenny G. Y luego hay algo... Cómo lo diría sin soltar al ruedo palabras como anacrusa o intervalo... La armonización del himno de Asturias, que suena a las horas en punto, resulta desconcertante. Sonaría mucho mejor solamente con que la voz que dobla a la melodía lo hiciera por debajo de esta, y no por arriba. Algo muy sencillo de cambiar que mejoraría la vida de los ovetenses. Además, la primera nota de cada frase suena más larga de lo que debería, deformando la medida. Naderías, en fin. Con todo, volvemos con la satisfacción del deber cumplido (en silencio, un poco tristes).
Brasi, Tiñi y Tuerti
Suerte para los tres mosqueteros de esta historia. Para vosotros, el cuarto, un abrazo.
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