Siempre que salgo –poco– lo hago con la determinación de
no dejar evaporarse en el aire nocturno tantos diálogos sabrosos, tantas
ingeniosidades acrobáticas, tantas situaciones hilarantes que parecerían tener
en aquél su único ámbito posible, gemas con las que acaso se podría engarzar un
bonito collar. Algo así como subrayar frases en un libro, el libro de la noche.
Pero ¿cómo, sin hacer el ridículo? Porque hacer buró de
la barra sería, más que hacerlo, serlo, y buscar la intimidad del baño, amén de
sórdido, sería soliviantar a los que esperan para aliviar sus necesidades, ya
sean mayores, menores o nasales. No. El método menos malo con el que uno ha
dado hasta la fecha es la grabadora del móvil. Tiene la ventaja de ir con los
tiempos y no llamar la atención. Parece que estoy hablando con alguien los
segundos justos para decir algo así como “Estamos en el Local, ven para acá”,
cuando en realidad monologo “Con unos calzoncillos marker-packet”, o “¿Cuál es
el ave que vuela más rápido? El medio pollo”. Pero no sólo de humoradas vive la
noche; también asoman fugaces ideas mínimas, esquirlas que aspiran a ser
versos: “Ya cantan los castaños / regalados de mirlos, tan temprano”, o “Una
joven con las cosas muy claras todavía”, o “Un puente es un abrazo”. Y así.
Pero la mayoría de las veces al final uno se deja envolver por aquellas deleitosas volutas de humo verbal y ni graba ni apunta ni se preocupa por dejarlas en un lugar a mano en la memoria. Cuando llegue a casa, piensa, a sabiendas de que cuando llegue a casa no quedará ni rastro de aquella sentencia memorable, de aquel verso huérfano, de aquel chascarrillo que iba más allá, de aquella canción, promesa de calor, por la que preguntamos en la barra. Porque llega uno a casa y, si acaso ha logrado retener algo, no tiene ganas de sentarse a dar vueltas a una pelota ya sobrada de ellas, sino que va con el lápiz y el primer papel que encuentra a la cama –en esto paró el ceremonioso recado de escribir–, donde en el simple recordatorio de aquellas eutrapelias ya ha caído como un leño en los benditos brazos del sueño.
Pero siendo esto de lamentar, no es lo peor. Lo peor es la constatación, cuando hemos podido apuntar algo, de la sarta de obviedades e ingenuidades, impropias de las canas que uno va gastando, que instila el papelillo algunas veces, y eso que debería uno estar ya curado del quimérico credo en la iluminación a través de los paraísos artificiales. Naturalmente, damos enseguida con ello a la papelera. No siempre lo hicimos en su día, y guardamos con arbitrario criterio algún exceso de nuestros primeros juegos de letras. Verbigracia, estos hiperbólicos versos que sí recuerda uno –la memoria se burla de nosotros conservando lo que no nos interesa y dándole a lo que sí con el cartel de completo en las narices – de su más rabiosa y desnortada juventud: “Una vez más sentí la gran verdad. / Y una vez más en este estado deplorable”. Otras veces, si bien no llegó uno a tan altas cotas, pudo al menos reírse y comprobar en la primera micción del día la verdad de este epigrama, escrito con caligrafía de médico, aún conservado en profundo cajón: “Esas últimas gotas / condenadas están a desviarse”. Esto sí que es poesía de la experiencia, recuerdo que pensaba divertido.
Así que seguimos al acecho, también en modo farresco, codiciosos de ese minuto de belleza que, ubicuo, también se deja caer como uno de vez en cuando por la noche ruidosa, cuyos brillos verbales no sé cómo retener cada vez que salgo –poco–.
Sergio, un abrazo y los mejores deseos; que este año que comienza te depare lo que te negó el que se va. Y la templanza de tus palabras seguirá parando en mí, teniendo su rato de sosiego y reflexión.
ResponderEliminarSalud
Manuel Marcos
Y yo seguiré parando en las tuyas para abrevar y ganar una sonrisa, tan de gratis. Un abrazo y felicísimo 2013, de todo corazón.
ResponderEliminarlo importante de no recordar es q tienes mas vidas ,son ilimitadas hasta que te compras la camisa de madera y quizás mas allá, guay
ResponderEliminarespero q le guste al censor
ResponderEliminar