Ver desde la soleada altura el subeybaja de la niebla, como una marea acelerada.
Notar cómo agradecen las piernas un llano o una
subida tendida después de una bajada prolongada.
Empezar a dudar y asustarnos cuando se nos ha
echado la niebla encima y escuchar de pronto un murmullo creciente de esquilas
y campanos.
Llegar a un collado y ver la panorámica que la peña
ocultaba.
Comer: nada sabe más rico que en la montaña. El jamón
que íbamos a tirar o el turrón cuyo mejor horizonte era llegar a otras navidades,
aquí son teta de novicia.
Subir entre la niebla meona y empezar a distinguir
el disco solar, música luminosa, y según ascendemos distinguir los perfiles y
admirar lo bien hecho que está el mundo y ver a nuestros pies el movedizo mar de nubes.
Sorprender a un grupo de rebecos en un argayo y admirar
con el corazón encogido su huida por cortados imposibles.
Ir racionando el agua por haberla calculado mal y
al escuchar, música celestial, un regato o una fuente, beber de un trago la que
quedaba en la cantimplora.
Tropezar –y esto es mucho– con un cuerno de ciervo.
[…]
Que cada cual encuentre sus placeres.
Esa libertad condicional que nos concede el monte, ese medida ajustada en la que nos reconocemos los que tenemos algo de cabra.
ResponderEliminarMe identifico plenamente en tus palabras, Sergio. Un abrazo.
Llegar al coche reventado y sentir calcetines limpios y pies descalzos...
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