En el teatro de la
Laboral, en Gijón, al inicio del concierto del compositor islandés Jóhann
Jóhannsson, en medio de un frágil paisaje sonoro, despierta general chifla el
estornudo de una lata de refresco. Al poco rato comienza a oírse el persistente
ruido de un plástico. Por costumbre, pienso en el inevitable caramelito de
menta de la señora de atrás. La operación, que muchas veces se convierte en
auténtica porfía, es comúnmente realizada con exasperante lentitud, acaso
porque piense la catarrienta señora que así hace menos ruido, cuando lo que
hace es ruido durante más tiempo. Pero no, ahora que lo pienso no hay señoras catarrientas
con caramelitos de menta en estos saraos festivaleros. Al buscar la fuente
sonora, la hallo en T., que hurga en la bolsita de sus particulares mentolados.
D., entremedias, le mira señalándose la nariz sin decir palabra. T. se percata
de nuestra atención, guarda el percal y se arrellana. Cuando finaliza ese
primer tema, de unos diez minutos, y una base rítmica anuncia un cambio de
dinámica, su voz nos sobresalta: “Vale, parece que ya empieza esto, creí que
nos habíamos confundido de sala”. Sencillamente, no concibe que un concierto de
un festival sea para estar en silencio, y menos sentados.
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