No queríamos saltarnos ninguno de los preliminares. Tras desear buen día al cartero y cerrar la puerta, posamos el paquete sobre la mesa. Escogimos entre los abrecartas el más afilado. Fuimos lado a lado rasgando el celofán que precintaba la caja. Al retirar la tapa, quedamos un tiempo mirando la cara del que, quizá por puro azar –o quizá no– sonreía a la luz, como una vergonzosa seta a la que hubiéramos quitado la boina de tamuja y hojarasca, como un heraldo de la primavera, con sus cuadros de colores que son días. Días para el sereno malva, para el azul ultramarino, días de rojo impetuoso, de decidor amarillo, días de marrón pusilánime, de torrencial naranja, de verde timorato; y sobre todo con sus días en blanco, discretos y necesarios, sacrificados al realce de los otros.
Lo cogí. Este, el mío. Recorrerán
los otros manos amigas, familiares. Cerré los ojos por más abrir a los otros
sentidos el tacto del cartón, el olor del papel. Y, ya con más tiempo, el
minucioso, temeroso escrutinio a la caza del escurridizo diablillo de la errata,
como esas matronas que reconocen a conciencia al recién nacido, sin olvidar contarles
los dedos. Ninguno faltaba. Todo en su sitio. No sé cómo podría haber salido criatura
más hermosa. No podría.
Sentía, claro, la alegría,
pero también el pesar del adiós, pues el mismo día que son libro son libres los
poemas, ya no míos, de todos. Difícil se lo pone lo de fuera, tan exquisito, a
lo de dentro. Hasta aquí llegó uno. Quede el caso al juicio de los lectores,
entre ellos el tiempo, el más exigente de todos.