Someto a mi crítica de cabecera a la escucha de dos recientes y extensas
prosas antes de catapultarlas a la plaza del mundo. Terminaba la primera
advirtiendo de lo ridículo que puede resultar un mal uso de nuestras palabras en
desuso, y me valía para ello de una comparación con –contra– los que, todavía
hoy, insisten en calzar boina. El consejo de Sara, que he seguido (casi siempre
lo hago), es que quitara esa parte, que no es necesario reírse de nadie. “Si
para ti es ridículo llevar boina igual para otro lo es llevar carapijos. Igual
tu mejor lector lleva boina. Le decepcionaría leer eso. ¿Por qué es ridículo
llevar boina? ¿Te parece ridículo en un señor de 70 años?” “No, pero sí en
alguien de 40.” “¿Y si la empezó a poner porque la llevaba su padre y llevarla
es una manera de recordarle? ¿No es eso mismo lo que buscas tú con esas
palabras que llamas huérfanas?” “Bueno, sí, a ver, en parte…” La clavó, claro. Su
lógica no me dejó sino darle las gracias y medio conceder, acaso por orgullo,
pero ya convencido, un digno “lo pensaré.”
Escuchada la segunda, una apología de la relectura, proclamó por toda
conclusión:
–Voy a leer otra vez El Pampinoplas.
–¿El Pampinoplas? ¡Clásicos, clásicos!
–Qué clásicos, eso es un
clásico, –y tras las risas– dirás “esto es lo que saca Sara de mis enseñanzas,
que va a volver a leer El Pampinoplas”.
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