sábado, 22 de marzo de 2014

CONSILIARIA

Someto a mi crítica de cabecera a la escucha de dos recientes y extensas prosas antes de catapultarlas a la plaza del mundo. Terminaba la primera advirtiendo de lo ridículo que puede resultar un mal uso de nuestras palabras en desuso, y me valía para ello de una comparación con –contra– los que, todavía hoy, insisten en calzar boina. El consejo de Sara, que he seguido (casi siempre lo hago), es que quitara esa parte, que no es necesario reírse de nadie. “Si para ti es ridículo llevar boina igual para otro lo es llevar carapijos. Igual tu mejor lector lleva boina. Le decepcionaría leer eso. ¿Por qué es ridículo llevar boina? ¿Te parece ridículo en un señor de 70 años?” “No, pero sí en alguien de 40.” “¿Y si la empezó a poner porque la llevaba su padre y llevarla es una manera de recordarle? ¿No es eso mismo lo que buscas tú con esas palabras que llamas huérfanas?” “Bueno, sí, a ver, en parte…” La clavó, claro. Su lógica no me dejó sino darle las gracias y medio conceder, acaso por orgullo, pero ya convencido, un digno “lo pensaré.”

Escuchada la segunda, una apología de la relectura, proclamó por toda conclusión: 

   –Voy a leer otra vez El Pampinoplas.
   –¿El Pampinoplas? ¡Clásicos, clásicos!
   –Qué clásicos, eso es un clásico, –y tras las risas– dirás “esto es lo que saca Sara de mis enseñanzas, que va a volver a leer El Pampinoplas.

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