La existencia en un discurso de contradicciones, a poco que uno se piense pensando, no debería extrañar a nadie. Lo extraño sería que no las hubiese. ¿Quién estará libre de ellas? Ahora bien, negro sobre blanco, llaman la atención. En Virutas de taller (Los Papeles del Sitio), uno de esos libros que son todo sustancia, Miguel d´Ors reflexiona sobre los silencios del poeta en dos notas. En la primera advierte contra los peligros de la inercia. Aun larga, merece la pena citarse completa:
“Uno desea expresar ciertas cosas, que vagamente siente como su verdad
profunda, su mundo, e intuye, no menos vagamente, que para expresarlas ha de
hacerlo con un determinado estilo. Durante años trabaja obsesivamente en busca
de ese estilo, de esa voz propia, que se va concretando poco a poco y va
concretando, al expresarlo, también el universo del poeta. Estos años
constituyen la etapa de formación, en la cual pudiera decirse que el mundo
determina el estilo o va por delante de él.
“Llega un momento, que es la cúspide de la madurez creadora, en el que la
propia verdad y la propia voz coinciden maravillosamente, en una especie de
acorde absoluto, en cada verso que se escribe. Universo y estilo, conocimiento
y expresión, son, por decirlo así, la misma cosa.
“Pero a partir de ese momento dorado, que puede prolongarse más o menos
pero nunca durante mucho tiempo, el estilo empieza a tomar la iniciativa sobre
el universo: los recursos expresivos, tan afanosamente buscados y con tanto
esfuerzo conseguidos para la plasmación cabal del propio mundo, empiezan a
funcionar automática y autónomamente. Cada vez que uno se encuentra ante un
papel en blanco, se disparan como los jugos gástricos del perro de Pavlov,
obligándole al poeta a escribir cosas que ni necesita ni quiere decir, meras
repeticiones de lo ya dicho. Esto es la decadencia.
“Es muy importante que no nos falten lucidez y humildad para, primero,
reconocer que nuestros recursos de estilo empiezan a ser reflejos
condicionados; segundo, para no aceptar tal hecho y no convertirnos en
truquistas, aunque la única alternativa, al menos la única inmediata, sea el
silencio. En ese silencio no será muy difícil que encontremos algo nuevo; y en
la peor de las hipótesis, en ese silencio habrá una dignidad que el truquista
ya no tendrá jamás.” (P. 191 y 192).
Bien dicho, piensa uno. Sin embargo, poco más adelante, y a
propósito de Vicente Sabido, leemos: “Si no ha estado más presente en
antologías y balances es en gran parte por culpa suya: porque escribe poco y
como con pocas ganas, y con un no sé qué de evitarse complicaciones que yo le
estoy reprochando continuamente, pero sin éxito. Él suele contestarme que no
escribe porque no se le ocurre nada, pero esto a mí no me convence: con ese
mismo tema de que no se le ocurre nada, Eloy Sánchez Rosillo, por poner un
ejemplo, ha escrito unos cuantos poemas maravillosos.” Bien dicho, volvemos a
pensar. Pero ¿no se contradice esto con lo que hemos leído apenas ocho páginas
atrás? Entonces en qué quedamos, si a uno no se le ocurre nada (y esto no depende
sólo del tema poemático, pues el tema lo hace también, entre otras cosas, el
estilo), ¿debe forzar la escritura o plegarse a la dignidad del silencio?
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