Una poeta a la que no he leído, Elisa Martín Ortega,
recitaba poemas de su último libro, titulado Alumbramiento. Está dividido en tres partes. La primera contiene
poemas amorosos que culminan en la concepción, la segunda se centra en el
embarazo y la tercera en los dos primeros años de vida del hijo de la autora.
La lectura fue grata. La poeta, sin incurrir en spoilers, ponía en situación a los oyentes para que pudieran comprender
cada poema casi como si lo tuviese delante, pero lo hacía sin prolijidad, lo
cual es de agradecer (en cuántas lecturas entre presentaciones, explicaciones
previas y posteriores, balbuceos y barajeo de papeles no se han llegado a oír
diez poemas). Es mérito de este libro que no cargue las tintas de la emoción cuando
ya la tiene el tema que aborda. Hay muchos versos felices y algún buen poema, pero en
conjunto tal vez les falte alcance, a veces hasta intención. Al cabo de un
tiempo percibí que había algo que me molestaba, y creo que era un tácito
menoscabo de la figura paterna (figura que desaparece llamativamente en las
secciones segunda y tercera del libro), ninguneo que en algún momento muchos padres habrán sentido. Que la naturaleza haya negado al hombre la
facultad de gestar o amamantar no convierte la paternidad, a mi modo de ver, en
subsidiaria, y superadas estas etapas la importancia de ambos progenitores no
tiene por qué ser distinta. Su papel tal vez sí, pero no su importancia. Eso era, sí, lo que me escarabajeaba, pero a parte de mis reparos lo que
contaban los poemas era tan de verdad –la vida misma– que fueron ganando al
auditorio.
Acabada la lectura, invitado éste a preguntar o
comentar, una mujer felicitó a la autora porque, decía, no hay libros de poesía
que aborden íntegramente la maternidad –haberlos haylos–, y agradeció su
valentía. Fue entonces, y se veía venir, cuando tuvo que salir la palabra reivindicación. Hubo cabeceos cuando
otra mujer vino a proclamar que por qué la poesía no iba a hablar, por ejemplo,
de la menstruación, y aludió a la Peri Rossi y otro par de horribles pseudopoetas
por las que entiende uno que se creara la despectiva voz poetisas. Ya no pude callarme y tomé la palabra con la sana
intención de aguar aquella incipiente fiesta. La mejor reivindicación que se
puede hacer de cualquier cosa, dije, es tratarla con rigor y naturalidad, sin
que haya nada de valiente (y sí mucho de estúpido) en forzar la nota para intentar
epatar. Y llegó el momento de gastar el triunfo que tenía en la mano. Precisamente
una poeta de verdad escribió un libro sobre la maternidad, su propia maternidad
proyectada en la de la Virgen: los Trances
de Nuestra Señora, de María Victoria Atencia. Ella no necesitaba anteponer
su condición de mujer para serlo plenamente, pues entendía que antes que mujer se es persona. Añadí que ese era el problema de la mayoría de la poesía escrita
por mujeres, que convierten el punto de partida en punto de llegada, y que por
eso las poetas españolas que admiro son las que escriben poemas que en lo
esencial no se diferencian de los que escriben los hombres, contándose éstas con
los dedos de una mano: la propia Atencia, Rosalía de Castro, Amalia Bautista,
Susana Benet y Aurora Luque, y a veces (con los dedos de las dos manos) Dionisia
García, Isabel Escudero, Pilar Pardo, Laura Campmany, Olga Bernad, Herme G. Donis o Rocío Arana.
Salí de mi ensoñación cuando los primeros asistentes
se levantaban. El corazón me latía a toda vela. Naturalmente, no había dicho ni
Pamplona. Otra vez será, y entonces verán.