La noche en
el refugio de Cabrones ha sido buena. He dormido en camiseta y hasta con el
saco abierto. Me despierto a las 7. En el comedor me encuentro con uno de los
que ya estaba acostado cuando llegué ayer por la tarde. Viene de lavarse en la
fuente. Es muy dicharachero, y entre eso y el acento, deduzco que es argentino.
Su ruta es complicada, en longitud, tiempo y dificultades. Pretende llegar a
dormir al refugio de Collado Jermoso, que es como atravesar el macizo central de Picos de Europa de punta a punta. Para ello debe hacer el camino que recorrí yo ayer (en
sentido contrario) hasta el collado de Horcados Rojos, continuar hasta la
collada Blanca y bordear por la izquierda el Hoyo Grande hasta salir al Tiro
Callejo, para descender entre el Llambrión y La Palanca hasta el refugio. Se
puede hacer. El problema es que el amigo argentino no tiene ni idea de por
dónde ha de ir, ni tiene plano ni utiliza brújula ni GPS. Únicamente lleva
apuntadas estas referencias de paso en un papel. Como si soltaran a alguien en
Mongolia y le dijeran que tiene que ir de Erdenet a Mandalgobi pasando por
Bulgan. “Aquí hay muchos caminos, alguno me llevará”. Yo pienso si no le
llevará, siendo optimistas, a un millonario rescate en helicóptero.
Cuando el
guarda baja las jarras con el café y la leche, aparece la pareja de gijoneses
con los que cené anoche. Subirán Torrecerredo y bajarán por Camburero y la
riega del Tejo hasta Poncebos. El chico se lamenta de lo mal que ha dormido.
Tras un silencio culpable, me atrevo a aventurar: “Dicen que yo ronco”. “Sí, sí
roncas, pero no, no era eso. No sé, me dolía todo”. Me quedo medianamente más tranquilo.
Les pregunto por los otros dos montañeros que durmieron en el refugio. Son,
dicen, una pareja de ingleses que van hacia el de Urriellu, y que
debieron de salir muy temprano. La misma ruta que haré yo, aunque pretendo
subir de camino el Neverón y, si se tercia, la Torre de la Párdida. Hecho el
petate, ya solo falta pagar y cargar agua en la fuente después de lavarme los
dientes.
Me despido
de todos y echo a andar. Son poco más de las 9. Para mi sorpresa, veo que el
argentino sigue mis pasos. Me detengo y le pregunto si ha cambiado de idea.
Dice que no. Le explico que debe seguir el mismo camino que los asturianos,
hasta que empiecen a subir Cerredo. Entonces… Inútil explicárselo a quien no
conoce el terreno. Saco el plano. El hombre no se aclara ni presta la
suficiente atención. Se me ocurre que quizá sea más seguro que vaya hasta el
refugio de Urriellu, pasando por la collada Arenera, donde nos separaremos, y
suba luego por el Jou sin Tierra y el Jou de los Boches hasta Cabaña Verónica,
y ahí que le indiquen. Incluso, si lo ve mal, puede preguntar al guarda si hay
alguna plaza libre. “Eso me da igual, duermo en cualquier lugar, llevo tienda”.
A qué decirle que la acampada libre está prohibida en los Parques Nacionales.
El plan alternativo que le propongo le parece bien; en realidad le parece bien
todo, y esa despreocupación irresponsable que de inicio me irrita se me va
haciendo simpática. “Pues en marcha”. Aunque lo que me apetece aquí es ir solo,
la compañía, siendo momentánea, se agradece. Mi accidental compañero se llama
Carlos y no es argentino, sino canario.
A medio
camino de la collada Arenera, bajan dos que resultan ser los madrugadores extranjeros
que durmieron con nosotros en Cabrones. Hablan entre sí en alemán, pero se
dirigen a mí en inglés (no hablan españolo).
Con penosa dificultad logro comprender que han dado la vuelta porque llegaron a
un desplome que no podían salvar, y como no podían continuar retrocedieron.
“Come with us”, acierto a decir en mi inglés comanche. Me voy sintiendo un poco
como el flautista de Hamelin. Llegados al paso delicado, veo que las marcas de
pintura siguen por unas lajas de roca con pocos agarres, un tanto aéreas. Pero
también se puede bajar siguiendo los jitos, echando las manos en algún destrepe sin mayor dificultad. Llegamos hasta la collada donde tendrán que seguir
los tres solos, el argentino canario y los ingleses alemanes. Carlos se deshace
en agradecimientos. “Cuando vayas por Tenerife…” Lo que sigue es esa pausa
inevitable en las frases que comienzan así. “…Pregunto por Carlos”. “Sí, allí
me conoce todo el mundo”. Le insto a hacer fotos con el móvil a la parte del
plano que muestra su ruta. Los guiris también se muestran agradecidos, pero no
las tienen todas consigo en cuanto a la bajada hasta el refugio. “The route is clear, follow the jitos, always follow the jitos”, repito
mientras me echo crema. Cuando quedo
solo me río, en parte por mis dificultades, en parte porque he asociado ese
exótico “follow the jitos” con aquella odiosa canción de “Follow the leader”:
“Follow the jitos, jitos, jitos, follow the jitos… follow them!” (Y recuerdo
ahora una noche en que, con mis primos y mis hermanos, entramos en el leonés
Palacio de la salsa a hacer unas risas, y sonó aquella murga. El modo como se llenó de repente la pista de baile fue lo más
parecido que he visto a una película de zombis, y si tuviera que resumir en una
palabra lo que aquel aquelarre me sugería, esta sería sin duda “secta”).
Pero estamos
subiendo el Neverón de Urriello y hay que centrarse. Escaldado por la otra vez
que lo intenté (lo conté aquí), sigo por el camino que recorre la falda de la
ladera hasta casi la vertical de la cumbre, antes de una gran llambria que lo
recorre de arriba abajo como una cicatriz. Se sube mejor hacia arriba que atravesando
de lado. Hay algunos jitos que dan confianza en la trepada, pero la piedra está
muy suelta y hay que asegurar cada agarre. La última parte es muy aérea y la
cima estrecha, pero apetece estar un rato disfrutando de la vista espectacular.
Tras el Naranjo se ve el macizo oriental, y más allá los montes de Palencia,
entre los que distingo el Curavacas y el Espigüete, tan altos como la cumbre de
este Neverón (2559). Como tantos picos, tiene éste varias cimas de altitud similar
y muy cercanas. El segundo Neverón está a tiro de piedra, pero no merece la
pena exponerse con tanto viento para ver la misma panorámica. Tengo dos motivos
más para ser prudente que la última vez que vine. Hago la foto de rigor y bajo
con mucho cuidado atravesando por la parte superior la llambria antedicha para
seguir el cresteo en dirección a la Párdida, que también subiré, pues es pronto aún y el
desnivel es de apenas 100 metros. Paso por un collado recortado por varias
horcadas que dan al Jou sin Tierra, hacia el Naranjo. Veo, tras el Picu, la collada Bonita, por la que
mañana subiré camino de la canal del Vidrio y Fuente Dé. De frente,
Torrecerredo y el Pico Cabrones, y entre ellos, en segundo plano, la Peña
Santa.
He tenido
mucha suerte con el tiempo. Mientras azota la meseta una ola de calor, aquí la
temperatura rondará los 20º, y de vez en cuando una nube me abriga del sol. A
esta hora central del día, con tan pocas sombras, es una alegría llegar a un
nevero en cuya parte inferior se forma una rimaya lo suficientemente ancha como
para sentarme al frescor de la nieve, aprovechando la sombra que me brinda su
visera. La rimaya, preciosa palabra, es la grieta que queda entre el nevero y
la roca al ir deshaciéndose aquel por los bordes. Es un lugar perfecto para
comer, lo que hago al bajar de la cumbre de la Párdida (2596). Me cruzo después
con dos osobucos que suben al mismo pico. Otros dos esforzados usuarios de la
moda hipster. Al llegar de nuevo a la
collada Arenera, me encuentro con el guarda de Cabrones, que viene del refugio
de Urriellu de coger pan. Ha llenado la mochila. Es un chico muy joven (luego
me enteraré de que es hijo de uno de los guardas de Urriellu). “Así me entretengo”.
Dice que tarda una hora en ir y hora y cuarto en volver. Cuando nos despedimos
y le veo bajar corriendo con la gracilidad de un rebeco, ya veo que para
cualquiera habría que doblar esos tiempos. Llego al refugio antes de las 6, con
tiempo para tumbarme, meter los pies bajo la fuente y hasta darme una ducha con
un curioso sistema de garrafa con bomba y manguera. También de escribir esto
mientras en la mesa de al lado, más bella aún que la vista desde la Párdida, la
voz de un niño de unos diez años me hace echar atrás la vista. Todos le hablan,
le escuchan y le ríen, porque es adorable, inocente aún, cariñoso y muy
ocurrente. No puedo evitar verme reflejado en él cuando salía al monte con mi
padre, y eso me da una fuerza indecible, cuya causa desconozco, para ahora y
para luego. Juegan a las cartas, y también me parece entrañable este detalle de
un entretenimiento que parece en vías de extinción.
En la cena
me siento junto a tres escaladores que vienen de Murcia con la intención de
subir el Naranjo por la Sur, la vía más asequible. Se les ha hecho eterna,
dicen, la subida desde Pandébano hasta el refugio (y yo que les tenía casi por
superhéroes). Llevan, eso sí, 20 kg. cada uno, con todos los telares que
necesitan para la escalada. Luego llegan otros dos de Valencia. Esta conexión
levantina parece ponerles a todos muy contentos. Se van soltando y poco a poco
les va saliendo el acento. Uno de los murcianos, el más atento, pregunta por
mis intenciones para mañana. Le voy contando, pero veo que tiene el otro oído en la charla de sus compañeros, así que recapitulo: "Yo solo ando”. “Ah”, y vuelve a la conversación
sobre largos y cordadas. Son, escaladores y levantinos, otro mundo.
Salgo justo
en el instante en que el sol se esconde detrás de los Picos de Arenera. ¿Qué
habrá sido de Carlos?
CÓMO ME HA PRESTADO ESTE CAPÍTULO II...HACE REVIVIR...ESPERO IMPACIENTE EL III
ResponderEliminarMe ha gustado tu historia. Me sentía ahí, en la collada Arenera siguiendo al flautista :-), casi hasta bailo el follow the leader... Busca a Carlos en las RRSS, total todo Tenerife le conoce!
ResponderEliminarMe ha gustado tu historia. Me sentía ahí, en la collada Arenera siguiendo al flautista :-), casi hasta bailo el follow the leader... Busca a Carlos en las RRSS, total todo Tenerife le conoce!
ResponderEliminar