Salgo de Zaratán a las 7:30 y llego a Poncebos cuatro
horas después, incluida media hora perdida por despistarme en Panes y tirar en
dirección a Potes por el desfiladero de la Hermida. Este pequeño contratiempo
me anima a tomar el tren cremallera hasta Bulnes, ahorrándome la hora de subida
por la riega del Tejo. Pero hay muchos coches y tengo que dejar el mío junto al
inicio de ese camino, por lo que decido ir a pie. Lo primero es cruzar el Cares
por el puente de la Jaya. Yo no sé si habrá en el mundo otro tan bonito, con
sus avellanos y fresnos besándole los estribos, ni tan secreto, pues para verlo
hay que bajar, una vez franqueado, por un caminejo al río. Dejado atrás el
Cares, enseguida se llega a otro río menos caudaloso, el Tejo, también llamado
Valcosín, por nacer en la canal del mismo nombre. Esta senda era hasta el año 2001
el único acceso a Bulnes, y los acarreos con mulas y burros, el único modo que
tenían sus habitantes de abastecerse. En 50 minutos llego al puente desde el
que sale el desvío hacia el Barrio del Castillo, también conocido como Bulnes
de arriba. Pretendo llegar al refugio de Cabrones por la canal de Amuesa y los
cuetos del Trave. Si bien en ellos hay que echar en algún punto las manos, la verdadera
dificultad son los 1800 metros de desnivel a salvar, desde los 200 de Puente
Poncebos hasta los 2000 del refugio. El día es bueno de momento, con alguna
aliviadora nube, pero se ve la niebla posada al final de Amuesa, y estando ya
tan alta es posible que desde que entre en ella ya no me deje hasta Cabrones. Echo
un trago y como algo. Aquí no se trata de comer a tal hora, sino cada tanto, mejor
poco y a menudo, y con la bebida igual, pero más a menudo. Sentado en una
piedra, miro el camino recorrido, el encajonado cauce del Tejo, su agua como nosotros
siempre la misma y otra. Que emerja un mirlo acuático justo en el lugar en que
tenía perdida la vista es algo que toca a la fe, el rincón más íntimo de la
persona como dijera Delibes, y por ello vamos a dejarlo dentro.
Al poco de salir del pueblo doy con una fuente, y con
ella la burlona certidumbre de que, con mirar mejor el plano la noche anterior, me
podría haber ahorrado hasta ahí dos kilos de mochila, constatación que se
repetirá al final de la canal de Amuesa, donde hay otro precioso pilón. La
aproximación a ésta es un tanto incómoda por la vegetación y las moscas y
tábanos. A medida que se gana altura el camino es más cómodo. Baja un niño con
su padre. “¿Cuántos años tienes?” “Diez.” “No sabes la suerte que tienes de
estar aquí.” “Sí que lo sé.” La niebla sube y baja, como el agua de la marea en
una de esas grabaciones a cámara super rápida. Entro en ella ya casi en el
collado que da fin a la canal. A su albur se distinguen algunas majadas en
ruinas. Hacia arriba no se ve nada. Continúo el camino en dirección al collado
Cerredo hasta que intuyo que no voy bien. Voy llaneando y debería subir. Miro
el plano, dejo la mochila y vuelvo sobre mis pasos buscando otra senda que
salga perpendicular a la principal. Al distinguir varios caminos paralelos al que seguía,
verederos de ganado, me doy cuenta de que ha sido una mala idea
dejar la mochila en el suelo. La niebla a veces ofusca los sentidos, y con
ellos el entendimiento. Por suerte, veo enseguida mi camino y doy con la
mochila sin problemas. De lo que pasa hasta los cuetos del Trave poco puedo
decir. A falta de paisaje, lo que veo son muchas babosas.
Se me hace larga esta parte hasta llegar a la pared,
que hay que bordear por la izquierda, asegurada en varios puntos por cables fijados
a la roca sin que parezca necesario. Por entretenerme, canturreo canciones que, no
se sabe cómo, en un momento de despiste terminan derivando en pachanguerías
baratas, cumbias y bachatas que se pegan al cerebro como la mierda a los zapatos. Está
visto que tengo que venir aquí antes de las cuatro noches de verbena de las
fiestas de Zazuar. Llego al refugio a las 18:15. Cuando la niebla baja, se intuye
el recorte de las imponentes agujas de Cabrones y la torre Labrouche. Hay un
grupo de siete ingleses y una pareja de holandeses. Soy el único español, a
excepción de los dos jóvenes guardas, que se ve que se lo tienen bien montado
en su cuarto, arriba. Oyen a Offspring. Ante tanto angloparlante me siento como
desnudo, a merced de cualquier chanza. Están sentados esperando la cena. Me
cambio de ropa y preparo la cama. Esta vez –una lección aprendida– no he traído
saco. Sólo un almohadón. Es suficiente con el edredón que proporciona el
refugio. Me siento con los presuntos ingleses. Pregunto al que tengo más cerca de dónde
son. “Kork, Ireland”. De pronto, otro se arranca a cantar. He oído mucha música
tradicional irlandesa, pero así escuchada, en una voz que por
imperfecta se siente más natural, me hace reconocer que tiene una raíz profunda que no encuentro al folclore de mi país. Y caigo entonces en algo
que no había advertido hasta ahora, y es el parecido de esa música con los cantos espirituales. La cena… ya no recuerdo lo que cenamos,
pero da igual porque en la montaña todo sabe bueno. Después hubo tiempo para
hablar con los holandeses de la ruta de ese día y el siguiente (y supimos que
coincidiríamos más adelante), con los irlandeses un poco de todo en un inglés
no tan lamentable como me temía por mi parte, y con uno de los guardas sobre el
estado de los pasos este año que hay más nieve. Ya de momento veo que esta vez
tampoco voy a subir el pico Cabrones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario