La noche en el refugio fue bien, salvo por la típica
entrada bullanguera de un grupo de chicas justo cuando me estaba quedando
dormido. No me desvelé, y seguí entrando en el sueño con una sonrisa en la
boca, pensando cómo podría titular la noche de estas jóvenes en el barracón
Rabadá-Navarro: “Venganza gutural”. Desayunando con los irlandeses me dicen que
han cambiado de plan. El nuevo coincide con el mío: subir en dirección a la
canal del Lebaniego para, desde el collado, probar la ascensión de la Morra, a
la izquierda, o los Campanarios, a la derecha, y bajar el Hoyacón de
Villasobrada en dirección a la collada Bonita para llegar de nuevo al refugio
por la canal de la Celada.
Echo a andar a las 8:30. En casi una hora llego al
espolón rocoso tras el que se gira a la izquierda para salir casi a la mitad de
la canal del Lebaniego, que arranca en el jou sin Tierra. Voy pegado a su
costado izquierdo para evitar el sol y el pedrero. Cuando no se puede seguir,
atravieso un nevero hasta el medio de la canal. Desde allí veo, unos 300
metros más abajo, a los irlandeses. Están parados, mirando hacia donde estoy.
Pasan así un rato hasta que dan la vuelta. Parece que desconfían de la pala de
nieve. Llego al collado a las 11. La vista es espectacular, con el colmillo del
Cuchallón de Villasobrada de frente, Peña Castil a su izquierda y, a su
derecha, la entrada a la canal del Vidrio, Peña Vieja y Santa Ana, con el
macizo oriental detrás, y los Tiros Navarros y de Santiago. A la izquierda, las
dos cumbres de la Morra, de las que pensaba subir la más próxima al Naranjo,
que es la más alta (2554 metros). Reviso en el móvil una foto de otro montañero
con la subida marcada con una línea roja. Al pie de la llambria por la que se
sube, visualizo cada agarre y apoyo. Hay dos pasos dudosos, pero sobre el
terreno las cosas siempre se ven más claras. Dudo si comer y dejar la mochila,
más que por el peso por lo que pueda estorbar en ciertos momentos de la trepada
en que, pegado a la roca, haya que avanzar de lado. Decido subirla y hago bien,
pues entre pitos, flautas y fotos en la cumbre, empleo más de una hora en subir
y bajar esos 130 metros de desnivel. Habría echado de menos el agua.
De vuelta al collado, me pienso si subir la segunda cima
de la Morra. Pero teniendo peor panorámica (la primera le tapa el Urriellu), sería
mero coleccionismo. Más vueltas le doy a si atacar siquiera el más cercano de los
Campanarios, pero se acercan nubes desde distintas partes y recuerdo la
previsión de tormenta. En la montaña hay que saber renunciar y entender que los
picos quedan ahí para otra vez, dándonos además motivo para volver. Así que
empiezo a bajar el jou que rodea estas cumbres, primero saltando gozoso por el
pedrero y, cuando la pendiente es menor, pasando al nevero para patinar con los
pies. La nieve da tanta confianza que hago giros como si tuviera puestos los esquís.
Con la alegría me sale un grito del que enseguida me arrepiento, deshelando como
está. Pero el único alud es el de las pequeñas bolas que mis pies desprenden. Por no perder altura, antes de llegar a lo hondo del hoyo voy cruzando hacia el sedo
que asciende hasta el hombro oeste del Cuchallón, paso intermedio hacia la
collada Bonita, que no por conocida lo es menos cada vez que por tan estrecha
horcada se pasa. Y más bonita es aún cuando la cruza, silencioso y errático, el
treparriscos, el pájaro-mariposa al que hoy ya puedo poner nombre. No puede existir un rojo más mago que el de sus alas.
Antes, en unos anises, he visto un grupo de al menos diez avispas que, vistas
de cerca, resultan ser moscas. A la tarde, investigando, comprobaré que son
sírfidos, una de cuyas 5400 especies la constituyen estas “moscas de las flores”
que adoptan el aspecto de la avispa para defenderse.
Al otro lado de la collada, el Naranjo con sus
escaladores en avance lentísimo, como sírfidos en diciembre. En feliz contraste,
bajo saltando por el menudo pedrero, que más bien me baja a mí, como después me
baja la nieve por la canal de la Celada, poco antes de llegar al refugio en el
momento exacto en que empieza a llover. Son las tres. Como dentro. Al salir ha escampado. La peña se ha vuelto negra
con el agua. El contraste de esa imagen con la de una hora antes es asombroso, como
ver la foto de un adulto superpuesta a la del niño que fue. Llega la pareja de holandeses
con los que coincidí en el refugio de Cabrones. Me agradecen la recomendación
de que subieran la Párdida, y que les fuera mostrando el camino (no saben que
llevaron, yendo detrás de mí, una trayectoria tan errabunda como la del soñador
treparriscos). Ceno con ellos. Weggie me pregunta si no me da miedo ir solo por
estas montañas. Con gente, dice, va uno más entretenido, y cuando el camino se
hace largo o difícil vas hablando y no te enteras. “Ya, pero yo lo
que quiero es enterarme”.
Sírfido
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