Algún concierto
últimamente. El de Phoenix en Madrid, al final del verano, fue la quintaesencia
de lo que, para uno, debe ser la música popular en directo. Un
concierto-concierto, donde la gente paga para ver a ese grupo, no como en los
festivales donde se va a hacer bulto y a figurar un poco, y en los que, en
cuanto un grupo baja revoluciones para tocar más delicado, el raca raca hace
imposible disfrutar de él. Un concierto de festival dura hora y pico; un
concierto-concierto, hora y media mínimo. Más aún estuvieron Phoenix con su pop
entre funky y electrónico, divirtiendo y emocionando, creando como una burbuja
de armonía que era la del ocaso, con su aire templado y la luna asomando. Mejor
no se puede.
Luego Slowdive, en un
festival en Barakaldo. Lo dicho. Hay que hacer un esfuerzo para abstraerse de
los elementos disuasorios y entrar en el partido desde el minuto 1. También es
importante saber lo que se va a escuchar. Fue maravilloso nadar entre esas
capas de distorsión perfectamente melodiosa, de donde aún se levantaba de
repente una como sirena de submarino, esos redobles tan sencillos como
efectivos, esa liturgia de medios tiempos que sólo se pueden bailar a golpe de
cuello. Los chicos ya no son chicos, pero no han olvidado lo que ya sabían hace
30 años, que no hace falta moverse del sitio para ir lejos, y que la fuerza no
está en el gesto, sino en los pies, las manos y lo que quede dentro. Haber oído
en directo “When the sun hits” es algo que me llevaré a la tumba.
Ya en Valladolid, Nudozurdo
en su concierto de despedida (eso dicen). Como tal, no se centraron en su
último disco, que ya presentaron aquí y está muy bien, sino que tocaron lo
mejor de sus 5 álbumes. Dos horas a piñón, alternando los temas krautrock con
los medios tiempos, y dejando sabiamente para el final “Dosis modernas”, un
tema que encantaría a Slowdive y que, concluida la parte cantada, posee la mejor
línea de bajo que he escuchado. Un grupo personalísimo, con 15 o 20 temas buenísimos,
que siempre han ido a su ritmo sin volverse locos. Les habré visto unas diez
veces, una de ellas en un festival veraniego a las 7 de la tarde, con un sol de
justicia, mientras dejaban para las horas buenas a toda la morralla del indie patrio.
Y hace unos días, La
habitación roja, otro grupo que ya llevará sus 20 años, y al que escuché
bastante (ya no). A Sara le gustan por lo alegre de sus canciones, y porque le
caen bien. Sí que se hacen querer, y hay que reconocer que tienen el don del estribillo.
Yo me solté un poco en los temas más antiguos, que me parece que tenían otra
cosa, quizá mis propios oídos, y en otros más sinuosos como “Posidonia”.
Valga todo esto por la
canción del sábado.
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