jueves, 14 de diciembre de 2023

UNA LECTURA


Dejo aquí la transcripción de una lectura de poemas que realicé este 15 de agosto en Zazuar (Burgos), el pueblo de mi mujer. Fue más que agradable. Incluyo una foto y un vídeo con el recitado de “Sólo este momento”, cortesía de la Almu.

*   *   *

Coincide esta lectura con el fútbol, y ya sé por experiencia que la poesía no puede competir con el deporte rey. Pero intentaremos al menos pasar un rato agradable y, aunque no pretenda demostrar nada, sí me gustaría contribuir en mi pequeño alcance a liberar a la poesía de la imagen que a menudo se tiene de ella como algo enrevesado y alejado de la realidad. Sí, la poesía despierta en la mayoría de los mortales pereza, cuando no franca reticencia. Puede provenir esta última del temor a un incómodo “exceso de confesión”; y de la pereza hacia la poesía tienen la culpa en gran medida los malos poetas de todo tiempo y lugar que, a falta de algo sustancial que decir, han perpetrado y perpetran un galimatías infumable para hacerse los interesantes.

Yo no es que me tenga por buen poeta (tampoco por malo, no me tengo por nada, porque los juicios propios siempre son los más difíciles de hacer), pero sí intento al menos que lo que escribo “se entienda”. Esta es la cortesía mínima que merece el lector, si bien el hecho de que la poesía sea inteligible no es suficiente. Hay que acertar a universalizar lo concreto y particular que sirve de punto de partida, porque se escribe, al menos yo, sobre lo que se tiene más a mano, al alcance de los sentidos. Si alguien se acerca a los poemas de Bécquer no creo que salga con la idea de que aquello es complicado, ni menos aún de que no le concierne.

Es la segunda vez que leo aquí. La primera fue hace 11 o 12 años. Hace tiempo que no leía en público, y aunque me gusta hacerlo, tampoco es que vaya yo picando puertas. Leer en Zazuar es una satisfacción añadida, porque juego en casa y porque este paisaje y paisanaje, que forman parte de mi vida desde hace unos 20 años, inevitablemente tienen reflejo en lo que escribo. Y esos son los poemas que leeré, los que retratan parajes y experiencias que en buena medida compartimos.

Antes de empezar con la lectura me gustaría tirar cuatro líneas sobre mi trayectoria poética que ayuden a enfocar los poemas. Nací en León hace 48 años. Mi vocación fue tardía. De niño leía mucho, pero hasta los 18 años más o menos no mostré interés especial por la poesía. Empecé a picotear los libros de la casa familiar y de la biblioteca, pero un poco al tuntún. Me fui dando cuenta de que había que empezar por los clásicos, que lo son por algo, y fui afinando el gusto poético, en especial con la corriente entonces dominante, que los estudiosos bautizaron como “poesía de la experiencia”. Eran poemas sobre la noche, la amistad o el amor, asuntos por los que un joven, como yo era entonces, fácilmente sentirá predilección. Poco a poco me fui fijando en cómo estaban hechos los poemas que me gustaban, y empecé también a escribir mis cosas. Se publicó un poema mío en una revista ovetense, Reloj de arena, y fue toda una emoción y un espaldarazo al sueño de publicar algún día un libro. Pero esto no sucedió hasta los 36 años. Envié el borrador de Quietud a la editorial La isla de Siltolá, y a los dos días me llamó el editor diciéndome que lo querían publicar. Hoy sé que fue una bendición no haber editado antes. Con ello me he ahorrado no pocos sonrojos. Esos versos primerizos están donde tienen que estar, si bien alguno sí entró, tras rigurosa poda y ramoneo, en Quietud. A los dos años salieron el segundo libro de poemas, Lo breve eterno, y otro de prosas breves, Mitos y flautas. Y ya por último, en 2020 se publicó Hilo de nada. Que pase más o menos tiempo entre la edición de un libro y otro no es necesariamente indicativo del ritmo de escritura, tiene más que ver con el albur editorial, pero sí es frecuente que a la publicación de uno ya estén escritos un buen puñado de poemas que irán en el siguiente. Los que paso ya a leer están escogidos de entre los tres libros de versos. Empiezo con “Nieve en Zazuar”, que aunque fue escrito hacia 2010, al volver a él me devuelve la imagen de las bodegas en el temporal de la Filomena.


NIEVE EN ZAZUAR

Sobre hundidos lagares y adobes derrotados

pesa un silencio blanco que hiere la mirada

y tal vez el recuerdo. Las bodegas

semejan, sinuosas, un palpitante mar

de lentitud polar. En la era, abandonado,

un carro rememora entumecido

su carga y su jornada. Los caminos

que su copla cobraron hoy no distinguiría,

ocultos entre linios

de viñas escarchadas. Las campanas 

se sacuden la nieve perezosas,

ahuyentando palomas y sesteos

de la tarde escogida en la que aún

caen copos sonámbulos

hasta la boca abierta de unos niños.

Manto virgen, sudario inmaculado

que pródigo nos limpia y nos devuelve         

la pulcra candidez de los principios.


La nieve tiene el poder de devolvernos a la infancia, como las cosas que regresan de año en año. Una de ellas es la vendimia. El siguiente poema se titula “La sangre fría”, que es una metáfora del vino, y relata esa faena tan cansada como satisfactoria.

LA SANGRE FRÍA 

Brillaban aún las uvas

lavadas por la aguada de la aurora,

y la baba de buey, al primer sol,

tiraba pasarelas fragilísimas

de cepa a cepa. Aún vimos más señales:

las pisadas de un corzo y el estrago

de una perdiz en los racimos bajos.

 

Atacamos por linios. Parecían

las vides otoñadas sonreír

por dar cumplido el fruto.

Mano a mano medraban

los cestos. Sobre ellos, una escuadra

de avispas levitaba, enajenada.

Por retraer la faena, los más jóvenes

se lanzaban colgajos o se hacían

untosos lagarejos. Los mayores

de las cosas del pueblo daban cuenta,

el habla hecha al refrán:

“San Isidro Labrador

buena nos la preparó.

Todo lo abrasó el hielo”.

                                         Almorzamos. El pan

iba de mano en mano, y el porrón. A la fresca

no sé qué instante eterno nos tumbamos. Venía

un olor a tomillo a capricho del aire. Regresamos

a la viña. Unas nubes piadosas

del sol nos abrigaron. Los silencios

más espesos se oían. Ya la tarde

se desangraba en arreboles mórbidos

cuando el curvo garillo arrancó el último

racimo indiferente.

                                Atemperados

los rigores de antaño, faltó sólo

dejar la dulce carga sin nostalgia

en manos de la alquimia y el tiempo que conviertan

sudor en sangre fría.


Me doy cuenta de que en los dos poemas leídos figura la palabra “linio”. Las palabras en desuso como ésta, o los arcaísmos y ruralismos, tienen en ocasiones una poesía que puede ser motivo suficiente para convocar al poema. A mí me hace especial ilusión tratar de insuflarles un poco más de vida, y más cuando, así ha de ser, van dejando su sitio en los diccionarios a palabras nuevas que sí están en boca de la gente (más discutible es la inclusión de formas vulgares como “asín” o de palabros como “bluyín”, por blue jean). Igual que, según dicen, cada día desaparecen de nuestro planeta más de cien especies animales, es posible que alguien pronuncie en este momento alguna de estas palabras y nunca más vuelva a ser escuchada. El siguiente poema, un soneto titulado “Otro mundo”, recoge en los cuartetos algunas de estas palabras huérfanas, a la manera de algunos sonetos que escribía Unamuno en los que enumeraba topónimos.


OTRO MUNDO

 

Serano, chupitel, espantaburros,

ruar, esparaván, venero, álabe,

murmurio, lubricán, lampo, trasmundo,

brizar, lucerna, cembo, acartujarse.

Cambembo, parapoco, andancio, pindio,

garillo, maresía, surto, sebe,

serondo, sonsoñar, plúrimo, íngrimo,

quisicosa, azulenco, adarme, puelme.

El mundo que nombráis no es ya este mundo

de tuits, bluyines y asín. Pero acaso,

como aquel olmo seco, aún esperéis

vuestro milagro: brotar de unos labios

e iluminar las cosas un segundo

hasta el sueño en que ya no despertéis.

 

El final de este poema remite al memorable “A un olmo seco”, de Antonio Machado. Y precisamente uno de estos días en Zazuar escribí un poema puesto en boca del poeta a través de la técnica del monólogo dramático. Se titula “Colliure 1939”, lugar y año de la muerte de Machado, que aunque había conseguido cruzar la frontera con Francia con su madre, su hermano Francisco y otras personas, estaba ya muy enfermo. El caso es que al morir encontraron en uno de sus bolsillos un papel con un verso anotado: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Me parece emocionante que a las puertas de la muerte el poeta escribiera un último verso tan luminoso. El siguiente poema que voy a leer, otro soneto, aventura una continuación de ese verso. Reconoceréis algún fragmento de otros poemas de Machado, y referencias a su infancia en Sevilla o sus paseos por la soriana alameda de san Saturio, de la mano de Leonor.

 

COLLIURE 1939 

Estos días azules y este sol de la infancia

supieron, no sé cómo, de un patio de Sevilla,

aspiraron la albahaca, la fragancia

del limonero, dulce y amarilla.

Habrá olvidado el agua de la fuente mi nombre.

Yo también. Una jaula vacía es ya mi vida.

Ya no mido mi tiempo: no soy hombre,

sombra sin cuerpo soy, viña perdida.

Pero cantan los pájaros y brilla la moneda

del mar, el desde dónde, el desde cuándo.

Cierro los ojos. Oigo temblar una alameda,

de su mano en mi mano susurrando.

A lo lejos diviso una vereda.

Otro camino blanco voy soñando.


De Sevilla, Soria o Colliure volvemos a Zazuar, y a lo que regresa de año en año, como los frutos serondos, esto es, los que da el otoño, como las almendras y los níscalos.


LAS ALMENDRAS

Por dos, dicen, se moja en la tormenta

aquel que se cobija bajo un árbol. Dos, veinte,

cien veces nos llovió bajo el almendro dulce

la cargazón cumplida de sus ramas

mientras niño reía el vareador

(“¡son bombas de racimo!”)

y las manos sin tasa atesoraban                          

el duro fruto entre tomillos, salvias        

y otras hierbas sin nombre, de tan pobres.      

También llovían, pródigas, sobre las tejas grises

del caseto de piedra de don Galo,     

y a melodía triste de marimba               

sonaba su partida de la madre.

La tarde iba muriendo. Entre dos luces

regresamos a casa. Yo pensaba

que aquel instante familiar y pájaro

pudo haber sido la felicidad.

Encofradas almendras, vuestro es el poema,

pues sois vosotras las que habéis escrito          

esta felicidad modesta y limpia

de colmar un canasto tan liviano,

y un secreto en la frente de la que yo más quiero.

 

NÍSCALOS

Era del año la estación dorada.

Ya bajo, el sol

acertaba a asomarse entre los troncos,

y la luz del ocaso parecía

beber de la resina de los pinos,

que junto a enebros, robles y sabinas

regalaban al bosque la armonía              

de su bien avenido paisanaje.            

Llegaban, amicales, mil olores

por las últimas lluvias despertados

que al aire puñal daban. La oropéndola

como un sueño cruzó, callado y trascendente.

 

Buscábamos el vergonzoso níscalo.                            

Como graves filósofos, la vista           

en el suelo clavada, en su ensimismo,

en silencio batíamos el sordo sotobosque. 

Pocas setas había, pues estaba

el monte muy mirado. Ya nos íbamos                  

cuando al pie de un quejigo un bulto pareció        

que al limpiarle la boina de tamuja       

lució tierno y naranja,                                

y a su lado otro, y otro, y todo un corro

de promisores brotes que la tierra undulaban.

“Busca por esa parte”, le dijimos

al más pequeño de la comitiva.                           

¿De qué manantial hondo la tristeza

brotaba junto a tan clara alegría?                           


Ahora vamos un poco más al norte. León, mi tierra natal, comparte el paisaje castellano y el montañoso, la Tierra de Campos y la Cordillera Cantábrica, coronada por los Picos de Europa, tan amados por mí. El poema que leeré a continuación, “Regional Express”, relata un viaje en tren desde León hasta Valladolid, donde trabajo, viaje que ilustra la transición de los verdes prados de los ejidos leoneses al adusto y agostizo paisaje castellano.

 

REGIONAL EXPRESS

Un somier por cancela. Una bañera

por norsurrealista abrevadero.

De hundido adobe, una confusa ruina

de qué ilusión vestigio, de qué ausencia.

El amor geométrico de un huerto.

Turbamulta de urracas. La llovizna

mansa sobre la espera

de un burro. La cebada sacudiendo

su mantel glauco. Anónimo,

un sinuoso arroyuelo

con sus góticos chopos y en el cembo

unas pintas de colza

como zumo de sol desparramado.

Hacia el norte, la cándida diadema

de los montes aún rosas.

Las vegas, las robledas, los rastrojos.

Tu historia, tu paisaje, ya tus ojos.

 

Aunque nací en una ciudad (aun siendo León una ciudad que tiene mucho de pueblo), tuve contacto durante mi infancia con lo rural en la casa de mis abuelos paternos, en Navatejera. Una de las costumbres que había allí (y diría que en casi cualquier pueblo o extrarradio) era la tertulia nocturna en las calles, o “serano”, término que el Diccionario de la Lengua Española de la RAE localiza en Salamanca.


SERANO

 

A eso de si son

luces o no son luces

se sacaban las sillas

mientras los grillos iban afinando

y venía un perfume que eran muchos,

el de la madreselva y la celinda,

el del heno en la era si se movía el aire.

Los mayores sacaban al teatro

su eterna quisicosa

en tanto la celeste artillería

afilaba una a una sus puntas de diamante.

Los niños preferíamos la bici o la pelota

o tirarle la gorra a los murciélagos.

Nos hacía cosquillas el aire del verano,

ese estar en la calle con la vida

como página en blanco por delante.

Quién supiera ser aún alma de cántaro.

Quién pudiera creerse aún del aire.

  

Otra vez la evocación de la infancia, ese tiempo sin tiempo en que no existe la muerte. Y entre medias de ambas, la vida. Uno de los mayores dones que ésta nos puede ofrecer es la paternidad. Si antes he dicho que se escribe sobre lo que nos rodea y acontece, raro sería que una experiencia tan intensa no tuviera reflejo en lo escrito. Por motivos cronológicos, esos poemas fueron a parar a Hilo de nada, que tiene algo de álbum de familia. El poema que leeré a continuación proyecta cómo sería la vida con mis hijas mellizas cuando aún estaban en el vientre de su madre.


OS DIRÉ

 

Os diré lo que haremos:

 

Cortaremos las letras más mayúsculas,

las haremos un ocho con ayuda de un cinco

y las colorearemos de amarrosa

para pintar de verde, por si aca, la tristeza.

De fijo potrearemos cada sábado,

cantaremos los goles de Lionel

y buscaremos juntos a Totoro.

Le tiraréis del rabo a Polizón

y llamaréis itito al periquito.

 

Mamá y yo miraremos, ojos nuevos,

el pájaro, la flor, la mariposa

para enseñaros mariposa y flor

y pájaro. Os guardamos una playa y un río,

y no sé si una viña. Las estrellas

coged las que queráis, pues no tendréis

mejores confidentes.

                                   Por mi parte,

para que seáis buenas seré bueno,

para que no tengáis miedo seré valiente,

para que no seáis

perezosas, quejicas, frioleras

no seré perezoso, quejica, friolero.

 

Nel mezzo del cammin sois el dulce collado

que regala horizonte

y aire y más camino. Como veis

a más vida, naciendo, nos nacéis.

  

Pero ante una experiencia tan absorbente como la paternidad se hace necesario, al menos para uno, buscar momentos de soledad. Una tarde tonta de verano en la que estaba reñido con todo decidí pasear solo hasta la presa del Arandilla, y de esa huida y encuentro habla el poema titulado “Sólo este momento”.


SÓLO ESTE MOMENTO

 

No dabas tú contigo. Caminabas

absorto río arriba hacia la presa.

Nadie había, diríamos, allí

si nadie fuera tanto:

el agua hermana, otra y la misma, el frágil

patinar de zancudos zapateros               

como lluvia incipiente,

el sol entre unos chopos rumorosos

o un rebullir de insectos al trasluz

como motas sonámbulas de polvo,

entre otros muchos mundos.

Y allí, en aquel lugar,

te esperaba la paz que te negabas.

 

No fuiste tú, tu infancia se bañó.

Al agua confidente fuiste echando

una a una las penas,

y ninguna flotaba.

Y fue aún mejor que el río

se hizo niño también, niña la tarde,

niño el aire de julio al que secaste

un cuerpo casi alma.

Y allí mismo escribiste

a punta de navaja en el tortuoso

tronco de un salce «sólo este momento»,

tributo emocionado

al piadoso, fiel dios del instante.

 

Voy a cerrar la lectura de poemas con un inédito. Con los versos nuevos me sucede que el hecho de verlos en otro formato, incluso con otra tipografía, me ayuda a ver más claro en ellos; también al leerlos a otros. En la casa de Navatejera había -sigue habiendo- un mapa relieve de la provincia de León que, desde niño, siempre me gustó mirar largo tiempo. Me parecía fascinante la variedad de colores, y la imaginación se disparaba con la belleza de algunos topónimos, en especial uno que es el que da título al poema.

 

TRASMUNDO EN EL MAPA 

Con qué intenso y secreto

placer viajaba tu imaginación

por el mapa relieve

de tu provincia amada. Se perdía

tu mirada infantil por los azules

ríos, los verdes valles, la marrón

frente arrugada de la Cordillera

Cantábrica...

                      Pero había un lugar

al que volvías siempre,

un punto muy pequeño con un nombre

muy pequeño también que prometía

lo infinito:

                   Trasmundo.

 

Un día he de ir allí, me repetía

mientras imaginaba un paraíso

de verdes inconsútiles y gentes

que vivían en paz. Me contarán

historias olvidadas, desharé

el hilo de mis días

y dormiré mirando las estrellas.

 

Así, digo, crecía, imaginando,

soñando aquel lugar. Hasta escribí

su nombre en un poema

ignorando de él todo, y así sigo:

no sé qué carretera lleva a allí,

si se alzaron sus días

con pizarra, con piedra o con abobe

o si se hizo ya humo de esos sueños,

 

sueños, verdes, historias que quizá

tantos años después

aún me esperen.

                            Pero mejor no.

Mejor será dejar a Trasmundo en el mapa,

posible y verdadero en ese limbo

donde juegan los sueños, como un copo

de nieve que cayera eternamente.

 

Para terminar, voy a leer unas prosas localizadas en esta tierra. Raro es el poeta que no escribe también otras cosas, a menudo prosa breve de carácter diarístico. Mitos y flautas es, más que un diario, una miscelánea, pues recoge poemas breves, microrrelatos, reseñas de libros y películas o notas de actualidad. Dice Andrés Trapiello que la poesía es el cuerpo de la literatura, y los distintos géneros los trajes con que se viste ese cuerpo. En esencia, al menos para mí, la creación de verso o prosa no difieren en predisposición, actitud y motivación.


SOLEDADES

Mientras me entretengo con estas especulaciones mi suegro estará hozando en alguna viña, cada cual buscando su soledad, donde sólo puede buscarse, él con la mulilla, el herbicida o la tijera de podar; yo con imágenes, analogías y palabras.

 

CLAMORES

Las campanas tocan a muerto. Al salir de la iglesia, una niebla invernal que se enreda en las viñas acompaña a la comitiva camino del cementerio. Se diría que la niebla ahonda el silencio, como, paradójicamente, el amortiguado murmurio de las pisadas sobre la gravilla, el roce de las chaquetas de cuero, los pantalones de pana, los abrigos de astracán. Cuando en el camposanto el cura comienza a rociar con el hisopo el nicho equivocado, toda la dignidad del ceremonial de la muerte se desmorona y quedan los deudos solos frente a ese espejo insondable que sólo refleja la inexistencia, la nada.

 

SEGUIR

Acaso nos gusten las cosas naturales, más que por su fidelidad, porque nos ha sido dado volver a ellas un año más. Ellas vuelven, nosotros seguimos. Habrá una primavera que ya no sacudirá nuestro silencio. Pero no todavía.

Le gusta a uno más el vino desde que vendimia, y espera ese hito del año con arregosto a pesar de que suponga hacer cientos de kilómetros durante la semana que dura la faena o trabajar duramente mañana y tarde. Cierta callada épica individual se suma a esos acicates, así como el puro placer por el conocimiento de tantos saberes ligados a nuestra condición más original, a la tierra que nos sostiene.

 Así hemos sabido que a las cepas jóvenes les afecta más la sequía que a las viejas porque al tener raíces más cortas llegan peor a la necesaria agua; o que hasta el tercer año una viña nueva no da fruto; o que los viejos plantaban en una viña negra dos o tres cepas blancas y en una viña blanca dos o tres cepas negras; o que la mayoría de las enfermedades le vienen a la uva de la mucha agua; o que se trabaja menos recogiendo los sarmientos a la que se poda que dejándolo para más adelante (“viña podada, viña sarmentada”); o que se plantan rosales al inicio de algunos linios porque les afectan las mismas enfermedades que a las vides, para detectarlas a tiempo. El placer que proporciona cada uno de estos aprendizajes es doble al acompañarse de otros como almorzar a la sombra de una sabina, terminar uno de los pagos grandes, encontrar entre lo negro una cepa blanca que se nos despistó y beber sus racimos a bocados o dar con la cama de la liebre cuyo sobresalto nos sobresaltó. Y, sobre todos, el de reunirnos de nuevo en lo nuestro. Y seguir. 

Ahora sí, muchas gracias.



"Sólo este momento"


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