Acodado
en la terraza de este cuarto piso, desde la que se observa el parque
de San Francisco alfombrado con las hojas de sus plátanos y
castaños, disfruta uno de la única película que, vista a diario,
no cansa, la de la vida, acaso porque los rostros de los actores se
renuevan constantemente. La secuencia de escenas poco ha variado en
el tiempo: la de los barrenderos, como no sea en los aparejos que el
ayuntamiento les suministra para realizar su labor; la de las
jóvenes, que van o vienen del instituto apretando sus carpetas
contra su pecho con idéntico arrobo a las de hace un año o diez; la
de la mujer que vacía al pie de un árbol una bolsa de pan para las
palomas, desafiando la ordenanza municipal, desde hace tanta pena; y
así.
Pero
hay entre todos un lance simplón y cautivador, como simplona,
cautivadora e irresistible es la observación del mar o de la lumbre,
y es el de los coches que pasan calle abajo. Gusta uno de observar si
se detienen o no cuando hay alguien esperando ante el paso de
peatones (la estadística que estoy elaborando al respecto va muy
igualada); y más aún de escrutar los aparcamientos, en los que
tantas veces el conductor golpea al coche de atrás (nada más
hilarante entonces que observar su reacción al salir, haciéndose el
longuis las más de las veces, examinando las menos los posibles
desperfectos). Es increíble lo que esta actividad recreativa
estimula el espíritu crítico. Hay conductores que comprueban una a
una el cierre de todas las puertas; otros que han tardado varios
minutos en aparcar; y, entre éstos, los que salen del coche sembrando en derredor
miradas hoscas, acaso alguien hubiera sido testigo de su
impericia. Cuando he sido cazado por uno de éstos, curiosamente, he
sentido un primer impulso de retirarme de la ventana, como si el que tuviera de qué avergonzarse fuera yo. Otras veces, y
me remonto a una etapa más macarra, no pude reprimir un aplauso
cínico ante el que el impericioso, tras detectar la fuente sonora,
se alejaba corrido. Si era una chica joven, lo cual constituye,
ignoro por qué atávico motivo, el súmmum de dicho recreo,
todavía alguna se atrevió a dispararme
un envenenado “gilipollas”. Increíble.
A
una de estas vueltas pasó zumbando un pequeño turismo amarillo que
lucía en el capó el siguiente rótulo sobreimpresionado en negro:
El torero del moroso; y más abajo el inmodesto lema: los
maestros del cobro. Además de un teléfono, completaba el
conjunto un logotipo–según parece aditamento hoy imprescindible
hasta en las más dudosas empresas–, que no podía ser otro que la
estampa de un matador en escorzo de acabar de dar un muletazo a una
res a la que uno imagina a punto de dar con los cuernos en la arena. Los
actuales tiempos de crisis económica han disparado, como es sabido, el
índice de morosidad en España, y al arrimo de tal circunstancia han
proliferado las empresas de cobro de deudas, poniendo fin al
monopolio de la pionera El cobrador del frac. Todos
recordaremos haber visto con asombro a un tipo con chistera por la
calle, o el coche blanquinegro de su franquicia, coloratura por cierto muy apropiada
por ser también la de la urraca, ave conocida por su afición
indiscriminada por lo ajeno. Un repaso a los nombres de algunas de
estas empresas denota que, por la razón que fuere, no pueden evitar deslizar un toque de humor muy en la línea de nuestra mejor
tradición picaresca: La sombra del moroso, El sindicato
del cobro, La cruz del moroso, El zorro cobrador,
El cobrador de blanco, El buda del moroso, La abadía
del cobro, El pregonero del moroso, El cobrador de
guante blanco, El monasterio del cobro...
En
la página web de una de ellas se puede leer el siguiente texto,
inquietantemente ambiguo: “disponemos del mejor equipo humano y los
medios materiales para conseguir nuestros objetivos”. Ignoro a qué
equipo humano puedan referirse. Uno se figura que una sola persona
podría bastarse para regentar uno de esos tinglados, aunando en sí
telefonista, detective y ejecutor de la deuda, y publicitándose de
paso en sus desplazamientos en coche. Un emprendedor a lo Sam Spade
pero en moderno y en cutre, teléfono móvil por pistola y en vez de
americana y corbata un traje de luces, por ejemplo.
Respecto
a los métodos empleados, si en un primer momento actúan de un modo
similar, dirigiéndose telefónicamente a los presuntos morosos
conminándoles a saldar sus deudas de un modo más o menos
intimidatorio, un segundo paso, sugerido por tales nombres, da pie a
una mayor especialización, pero con un punto en común: el paseíllo
acosador con estrafalarios disfraces (de monje, de zorro, de
torero...), siguiéndolos a todas partes embutidos en tales atuendos
y denunciando a voz en grito su supuesta condición deudora. Es la
parte folclórica del negocio. No es sin embargo el método más
expeditivo: otras prácticas como las comunicaciones postales y
telefónicas a empresas, clientes o particulares del entorno laboral
y familiar del presunto moroso, e incluso las amenazas físicas, han
valido a nueve directivos y empleados de La sombra del moroso,
denunciados por la Agencia Española de Protección de Datos y varias
asociaciones anticobro, condenas a penas de prisión por extorsión y
asociación ilícita.
Seguiremos al
tanto de las evoluciones de tan original manera de ganarse la vida.