Ha muerto Carlos Pujol. Su última lección fue una carta a Dios, al que tan pronto vería. Le trata en ella de tú, como al amigo que no admite cumplidos, le confía sus dudas, le reprocha sus silencios -que en realidad son nuestros-, su exigencia de espera, de olvido. Pero de igual modo no olvida él agradecer su paciencia, la disposición de quien, como un fuego alegre, nos estará esperando, paternal, cuando el frío llegue. Bien parece su arreglo: Dios le da el carbonero, su copla metálica, y él la devuelve en verbo, canto por canto: "Aquí está el carbonero con su fe, / que es pobrísima cosa (...) / solo te puedo dar lo que me das. / Hasta que el tiempo acabe." "Quédate un poco más, que ya oscurece", le pide en otra ocasión, consciente de la cercanía del final. Alegrémonos por quien está ya en las mejores manos, escuchando, ya sin interferencias, "la voz que habla callando desde dentro."
La verdad de tu noche será clara
después del apagón
de las luces de aquellos tiovivos
que giran, suben, bajan, sin cansarse
del poder y la gloria, del chinchín.
Terminada la feria, cuando quede
inmóvil en lo oscuro el artefacto,
¿qué juego inventarás?
¿Dar vueltas y más vueltas
al ruedo de los mundos,
igual que las estrellas que iluminan
porque son muy felices?
¿O pasar del trajín a contemplarte
como a un padre que da por concluido
su trabajo bien hecho y misterioso?
(De El corazón de Dios)
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