De vez en cuando aparece en el
baño uno de esos diminutos insectos acuáticos de apariencia prehistórica, cuyo
nombre no he sido capaz de encontrar. Son seres duros, y se mueven entre las
cañerías como pedro por su casa. Nos caen simpáticos y normalmente respetamos
su vida, como cuando vemos a una hormiga desorientada buscando la picada por la
que salir. Pero cuando son dos los visitantes, la cosa cambia. Nos parece que
se han tomado demasiadas confianzas y, no sin culpa, los aplastamos o, por no
mancharnos las manos con el crimen, abrimos el grifo para dar salida al agua
que haga embocar sus cuerpos en la tronera del desagüe. Tal liviandad es la
suya que a veces no entran a la primera, y rodean el sumidero como esas pelotas
de baloncesto renuentes a entrar por el aro. Hay entonces que rebañarlos con el
dedo y aplastar lo que queda de ellos contra la parte interior del desagüe, lo
que constituye el grado máximo de mala conciencia. Así se vengan póstumamente
de nosotros, tan malos compañeros de piso.
quizá sirva de penitencia que de tal acto surjan palabras que para algunos otros - los que te leemos- son buenas compañeras de piso.
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