Define el Moliner
“corporativismo” como la doctrina política y económica, propia de regímenes
totalitarios, que defiende la integración de trabajadores y empresarios bajo
una misma organización profesional. Y en una segunda acepción, que viene más a
cuento, la tendencia de determinados grupos profesionales de defender sus
propios intereses en detrimento de los de otros grupos o los generales de la
sociedad. Por desgracia, faltarían dedos para señalar con los de ambas manos
ejemplos de tan dañina práctica en nuestro país. A la comprensible aspiración
de un grupo profesional de defender sus comunes intereses se solapa,
inaceptable, una segunda seña de identidad: taparse las mutuas vergüenzas,
pasando si es necesario al ataque sin dejar de adoptar el papel de víctima.
A la luz de esta
última característica hemos observado en los últimos tiempos con creciente
preocupación, y vamos adelante, una actitud de la vida en común que podríamos
denominar corporativismo de pareja, y que tiene como núcleo y origen un
pecado que sin ser capital trae de cabeza al mundo desde tiempos de Caín: el
egoísmo. Tal comportamiento principia cuando los dos miembros del clan
descubren que comparten un mismo defecto y, lejos de intentar corregirlo, lo
aceptan como un hecho consumado para así aprovecharse de los réditos que pueda
ofrecerles. Sospechamos que incluso reciban de tal actitud una satisfacción
similar al que encuentra placer en arrojar basura al campo o derrochar agua a
sabiendas. Su condición de unidad familiar, tengan o no descendencia, les
inviste ante sí mismos y ante los demás de una pátina de respetabilidad tras de
la cual hallan la impunidad que precisan.
Cualquier amante correspondido vería en la vida en pareja una oportunidad para mejor temperar el instrumento de su persona, por decirlo de una manera florida, pues como tal es depositario de una confianza que debiera despertar en él un sentido de la responsabilidad encaminado a merecerla. Acaso reflexione entonces acerca de su naturaleza, y mientras trata de corregir sus defectos parece comprensible que los oculte. Es entonces cuando puede advertir que quien comparte su vida comparte asimismo sus zonas oscuras. He ahí el peligro antes mencionado: si pernicioso es obrar con maldad aun sin que repare nadie en nuestra falta, mucho peor es hacerlo en connivencia con otro, naciendo de ambas maldades una tercera aún más nociva.
El resultado son
parejas adictas al interés, poco abiertas y, ateniéndome al aforismo de Andrés
Neuman que define la salud como disposición al intercambio, poco sanas. Es esa
cerrazón y ese egoísmo lo que les lleva a hacerse los suecos a la hora de
apoquinar, a hurtar la sonrisa, o a hacer de su casa un búnker. Y si se da el
raro caso de que inviten a uno a su feudo y le ofrecen unas zapatillas al
entrar no será para que se sienta más cómodo, sino para que no manche la
alfombra.
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