El ámbito es, si no evocador, sí propicio al
trabajo. Más para corregir que para escribir, diríamos si no supiéramos que corregir
es escribir, a veces más escribir que escribir. De frente, el sol poniente sobre los
montes Torozos, entre los últimos bloques de Parquesol y el estadio; ya sabéis,
esos atardeceres en cinemascope del otoño, con su arrebol, sus flavos y sus
malvas, filarmónicos, diríamos. A la izquierda, el sonido de una flauta
ensayando unas notas tenidas. A la derecha, el de un clarinete, con sus
consabidos cromatismos, un tanto absurdos, entre clase y clase. Son sonidos
familiares que llegan asordinados y no molestan. He dicho que el
ámbito es propicio al trabajo, y lo es para uno precisamente porque es su lugar de trabajo. Y qué
placer hallamos en estos inesperados descarríos de la rutina, como en esta
ocasión en que ha telefoneado el padre de un alumno para avisar de que su hijo
no asistirá a clase. He dicho también que el ámbito no llega a ser evocador. Pero nunca se sabe;
aquí nació hará el año un poema al piadoso sol de invierno, y en este mismo momento miro a un membrillo que, posado
en un altavoz, envolviendo el aula con el más sutil de los aromas, me está
diciendo algo que debería escuchar con más atención.
Dejo entonces estos brujuleos y saco del bolsillo interior del abrigo
el borrador (oscuro) de un poema a una estrella y a todas, hermanas en el
misterio. Nació de una imagen un tanto gregueresca pero irresistible: la luna
derramando sobre la oscuridad su copa de burbujeantes estrellas. Dio pronto un
par de estirones, cuando volvía conmigo a casa en la noche cerrada de mi barrio, tan poco iluminado que parece pueblo, cruzando
los solares entre abrojos, y le nacieron ahí algunas imágenes hermosas (son
fuentes las imágenes en la incierta jornada del poema). Pero faltaba lo principal. Si es el mejor paseo aquel en el que no sabemos hacia dónde vamos, no puede haber peor destino para la poesía. ¿Dónde íbamos sin final? Sentía uno la
tentación de justificar tal incertidumbre con la que nos nace de mirar el
cielo, y cerrar así el poema sin cerrarlo. Pero no era tal analogía sino fácil
pretexto de la pereza. Poema de preguntas (sabe que ese misterio, una noche estrellada, es insondable),
ya cree ver el final. Y canta, ¡canta!
Farola y estrella
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