Pienso los días buenos, que son aquellos en que se atreve uno a hablar de sí en primera persona, sin uno, que no he podido tener mejor suerte en la
mayoría de las cosas de la vida. Una de estas cosas es el lugar donde vivo.
Buscaba sobre todo poder ir andando a mi nuevo centro de trabajo. De esto hace
ya siete años. Era un barrio también nuevo, tranquilo, con calles y aceras anchas,
no demasiada gente y lo justo para vivir, un supermercado, un par de bares, un
cajero, un quiosco… Pero también con un entorno natural (en ocasiones
silvestre) abierto a los atardeceres de todo cielo y a las noches de Castilla. Lo
que no imaginaba es que fuera a escuchar todos los días al pito real, que pudiera
disfrutar de tal variedad arbórea (y qué maravilla descubrir las acacias de
flor rosa), que se me cruzara tantas veces una pareja de perdices o que pudiera
surtirme tan ricamente de ciruelas, almendras, higos o piñones, además de las flores
que con su aroma y su color nos regalan la satisfacción detectivesca de
averiguar su nombre. Es dulce seguir el tránsito de las estaciones, con sus
tenues regresos, sus adioses sutiles, y aquí es fácil a poco que uno mire y pasee. ¿Habrá alegría más genuina que la que nos
nace de escuchar los primeros vencejos, de aspirar la fragancia tan a casi
verano de la tila?
La cogujada (una especie de alondra), el colirrojo
tizón, que confundía con el carbonero (pensaba que llamándose así debía
de ser negro, y de hecho “carbonero” se le llama al colirrojo en mi tierra), la pendenciera urraca y muchos otros pájaros de
infantería (herrerillos, jilgueros y sobre todo verdecillos) son por estos días la sección de
viento diurna. La nocturna corre a cargo de un esquivo autillo, con su única
nota monocorde que repite cada dos o tres segundos con frecuencia metronómica,
y de un ruiseñor que se guarda en unas mimbreras tan cercanas a la casa que de
madrugada se le escucha con la ventana abierta.
Esta noche he ido a visitarle con la cámara. He llegado despacio y me he sentado en
un banco enfrente, a cinco o diez metros. O no me ha sentido o no me ha
considerado una amenaza, pues ha seguido cantando con la misma viveza. Es el
único pájaro, al menos que yo conozca, que nunca se repite. A su hora, sin coches,
con el único acompañamiento del viento y el ostinato cascabelero de los grillos, su fermata tiene una
profundidad que sobrecoge. Es eso, profundidad, como un pequeño pero afilado
bisturí cuya incisión podría ser definitiva. A veces se diría que nos
hiere en el alma, pero por curarnos, que quedará la cicatriz por
la que recordaremos esa herida benéfica. Cuando escuchamos a otras aves calcando una
y otra vez su melodía, si acaso con pequeñas variaciones, nos parece que buscan su alegría en reproducir el canto “tipo” de la especie. El deleite lo
encuentra el ruiseñor en reinventarse a perpetuidad. Tiene en su repertorio un tono sorprendente, en el que parece
que aspira el aire, como cuando silbamos hacia dentro, lo que hace de varias veces y sin cambiar de nota. Pero un
mismo tono como ese suena siempre distinto. He aquí, me digo, el poeta de los
pájaros, siempre igual y distinto, el mismo y otro.
Al volver, me ha bufado una gata que vive debajo de casa, a la
que una chica joven alimenta. Está en celo (la gata). Le he dicho: “Qué
quieres. Deja en paz a Polizón.” Y ha dado media vuelta emitiendo un gañido. Pero esa, la de Polizón, es otra historia…
Ruiseñor