lunes, 19 de mayo de 2014

MI LOCUS AMOENUS DE ANDAR POR CASA

Pienso los días buenos, que son aquellos en que se atreve uno a hablar de sí en primera persona, sin uno, que no he podido tener mejor suerte en la mayoría de las cosas de la vida. Una de estas cosas es el lugar donde vivo. Buscaba sobre todo poder ir andando a mi nuevo centro de trabajo. De esto hace ya siete años. Era un barrio también nuevo, tranquilo, con calles y aceras anchas, no demasiada gente y lo justo para vivir, un supermercado, un par de bares, un cajero, un quiosco… Pero también con un entorno natural (en ocasiones silvestre) abierto a los atardeceres de todo cielo y a las noches de Castilla. Lo que no imaginaba es que fuera a escuchar todos los días al pito real, que pudiera disfrutar de tal variedad arbórea (y qué maravilla descubrir las acacias de flor rosa), que se me cruzara tantas veces una pareja de perdices o que pudiera surtirme tan ricamente de ciruelas, almendras, higos o piñones, además de las flores que con su aroma y su color nos regalan la satisfacción detectivesca de averiguar su nombre. Es dulce seguir el tránsito de las estaciones, con sus tenues regresos, sus adioses sutiles, y aquí es fácil a poco que uno mire y pasee. ¿Habrá alegría más genuina que la que nos nace de escuchar los primeros vencejos, de aspirar la fragancia tan a casi verano de la tila? 

La cogujada (una especie de alondra), el colirrojo tizón, que confundía con el carbonero (pensaba que llamándose así debía de ser negro, y de hecho “carbonero” se le llama al colirrojo en mi tierra), la pendenciera urraca y muchos otros pájaros de infantería (herrerillos, jilgueros y sobre todo verdecillos) son por estos días la sección de viento diurna. La nocturna corre a cargo de un esquivo autillo, con su única nota monocorde que repite cada dos o tres segundos con frecuencia metronómica, y de un ruiseñor que se guarda en unas mimbreras tan cercanas a la casa que de madrugada se le escucha con la ventana abierta. 

Esta noche he ido a visitarle con la cámara. He llegado despacio y me he sentado en un banco enfrente, a cinco o diez metros. O no me ha sentido o no me ha considerado una amenaza, pues ha seguido cantando con la misma viveza. Es el único pájaro, al menos que yo conozca, que nunca se repite. A su hora, sin coches, con el único acompañamiento del viento y el ostinato cascabelero de los grillos, su fermata tiene una profundidad que sobrecoge. Es eso, profundidad, como un pequeño pero afilado bisturí cuya incisión podría ser definitiva. A veces se diría que nos hiere en el alma, pero por curarnos, que quedará la cicatriz por la que recordaremos esa herida benéfica. Cuando escuchamos a otras aves calcando una y otra vez su melodía, si acaso con pequeñas variaciones, nos parece que buscan su alegría en reproducir el canto “tipo” de la especie. El deleite lo encuentra el ruiseñor en reinventarse a perpetuidad. Tiene en su repertorio un tono sorprendente, en el que parece que aspira el aire, como cuando silbamos hacia dentro, lo que hace de varias veces y sin cambiar de nota. Pero un mismo tono como ese suena siempre distinto. He aquí, me digo, el poeta de los pájaros, siempre igual y distinto, el mismo y otro.

Al volver, me ha bufado una gata que vive debajo de casa, a la que una chica joven alimenta. Está en celo (la gata). Le he dicho: “Qué quieres. Deja en paz a Polizón.” Y ha dado media vuelta emitiendo un gañido. Pero esa, la de Polizón, es otra historia…


Ruiseñor

jueves, 15 de mayo de 2014

MARIO QUINTANA Y MÁS (LAS CONFESIONES DE UN PEQUEÑO LECTOR)

De la pereza como método de trabajo, tituló uno de sus libros de versos el brasileño Mario Quintana, de quien he leído la nutricia antología publicada con primor por Los Papeles del Sitio, con traducción y prólogo marca de la casa de E. Gª. Máiquez. Añadamos (porque puede haber en una casa tantas como ojos la ven y organismos y sentires la habitan) que para uno es esta, la de Máiquez, ante todo luminosa. Pero volviendo a Quintana, son impagables los aforismos (aquí llamados “Quintanares”) y el “Autoprólogo”, hecho de la misma materia aforística («Edades sólo hay dos: o se está vivo o se está muerto.» «Toda confesión no trasfigurada por el arte es indecente.» «Soy tan orgulloso que nunca encuentro lo que escribí a mi altura. Porque la poesía es insatisfacción, un ansia de superación. Un poeta satisfecho no satisface.») Impagables, ya digo, como los poemas, por escoger un libro, de Rua dos cataventos (Calle de las veletas), especialmente tres de ellos para mi gusto, felizmente titulados por el traductor: “Nana”, “Noviazgo”, y este “Cuadro”:

Escribo junto a la ventana abierta.
Mi pluma es del color de las persianas,
verde… Y qué leves, lindas filigranas
pone el sol en la página desierta.

No sé qué paisajista tarambana
mezcla tonos…, y acierta…, y desacierta…,
y busca así la novedad que vierta
colores en las horas cotidianas…

¡Juegos de luz danzando en el follaje!
De lo que iba a escribir voy y me olvido…
¿Por qué pensar? También yo soy paisaje…

Y, soluble en el aire, estoy soñando,
transformado, irisado, estremecido,
entre los dedos que me van pintando.


Pero venía esto, que no es una reseña sino una acción de gracias, a cuento de otra cosa: de la pereza a la que últimamente me aplico como método de lectura -que ha de ser cualquier cosa menos un trabajo-, o más bien como método para escoger las lecturas. Cada vez más picalibros, observo sin inmutarme cómo la torre que crece y crece en la mesita de noche comienza a amenazar derrumbe. Hay de todo, y todo bueno: Día tras día de Tomás Segovia, Allá lejos y tiempo atrás de W. H. Hudson, Viaje a pie de Pla, El azul sobrante de J. J. Lozano, Nocturno casi de Lorenzo Oliván, Autobiografía de papel de Félix de Azúa, Antología poética de Marià Manent, Diario de una tregua de Dionisio Ridruejo, Prosas (en verso) y Sermo humilis de Jon Juaristi, Todo el oro del día de Eugénio de Andrade, Broza de Antonio Manilla y Cuaderno de brotes de Vicente Gallego. Y naufragar en este mar me es dulce.

jueves, 8 de mayo de 2014

jueves, 1 de mayo de 2014

CONTRADICCIONES

 



















La existencia en un discurso de contradicciones, a poco que uno se piense pensando, no debería extrañar a nadie. Lo extraño sería que no las hubiese. ¿Quién estará libre de ellas? Ahora bien, negro sobre blanco, llaman la atención. En Virutas de taller (Los Papeles del Sitio), uno de esos libros que son todo sustancia, Miguel d´Ors reflexiona sobre los silencios del poeta en dos notas. En la primera advierte contra los peligros de la inercia. Aun larga, merece la pena citarse completa: 

“Uno desea expresar ciertas cosas, que vagamente siente como su verdad profunda, su mundo, e intuye, no menos vagamente, que para expresarlas ha de hacerlo con un determinado estilo. Durante años trabaja obsesivamente en busca de ese estilo, de esa voz propia, que se va concretando poco a poco y va concretando, al expresarlo, también el universo del poeta. Estos años constituyen la etapa de formación, en la cual pudiera decirse que el mundo determina el estilo o va por delante de él.

“Llega un momento, que es la cúspide de la madurez creadora, en el que la propia verdad y la propia voz coinciden maravillosamente, en una especie de acorde absoluto, en cada verso que se escribe. Universo y estilo, conocimiento y expresión, son, por decirlo así, la misma cosa.

“Pero a partir de ese momento dorado, que puede prolongarse más o menos pero nunca durante mucho tiempo, el estilo empieza a tomar la iniciativa sobre el universo: los recursos expresivos, tan afanosamente buscados y con tanto esfuerzo conseguidos para la plasmación cabal del propio mundo, empiezan a funcionar automática y autónomamente. Cada vez que uno se encuentra ante un papel en blanco, se disparan como los jugos gástricos del perro de Pavlov, obligándole al poeta a escribir cosas que ni necesita ni quiere decir, meras repeticiones de lo ya dicho. Esto es la decadencia.

“Es muy importante que no nos falten lucidez y humildad para, primero, reconocer que nuestros recursos de estilo empiezan a ser reflejos condicionados; segundo, para no aceptar tal hecho y no convertirnos en truquistas, aunque la única alternativa, al menos la única inmediata, sea el silencio. En ese silencio no será muy difícil que encontremos algo nuevo; y en la peor de las hipótesis, en ese silencio habrá una dignidad que el truquista ya no tendrá jamás.” (P. 191 y 192).

Bien dicho, piensa uno. Sin embargo, poco más adelante, y a propósito de Vicente Sabido, leemos: “Si no ha estado más presente en antologías y balances es en gran parte por culpa suya: porque escribe poco y como con pocas ganas, y con un no sé qué de evitarse complicaciones que yo le estoy reprochando continuamente, pero sin éxito. Él suele contestarme que no escribe porque no se le ocurre nada, pero esto a mí no me convence: con ese mismo tema de que no se le ocurre nada, Eloy Sánchez Rosillo, por poner un ejemplo, ha escrito unos cuantos poemas maravillosos.” Bien dicho, volvemos a pensar. Pero ¿no se contradice esto con lo que hemos leído apenas ocho páginas atrás? Entonces en qué quedamos, si a uno no se le ocurre nada (y esto no depende sólo del tema poemático, pues el tema lo hace también, entre otras cosas, el estilo), ¿debe forzar la escritura o plegarse a la dignidad del silencio?