En la sala de espera no se ve a la
gente especialmente tensa. Más aburrida que preocupada. Es el
quirófano de traumatología: operaciones de rodilla o cadera,
implantes de prótesis... Mejora todo la presencia de una chiquilla
de unos doce años, como un agua clara cuyo solo sonido hace olvidar
la sed. Pienso que será nieta de la operada. Como un rebequillo, va
saltando hacia la ventana, dos pasos con cada pie. Verla tan ajena al
dolor y al miedo nos aleja de ellos a los demás. La miro y admiro esa
belleza que es más que belleza, que es amor. ¿Cómo explicarlo?
He traído un libro para aligerar la
espera. Es una manera de hablar, porque al leer, más en poesía,
no se trata de aligerar nada, sino de lo contrario. Un
poema de ese libro, El caudal,
de Antonio Moreno, viene muy a propósito:
En el día de la despedida
Ya ves qué cosas: llueve. Es lo que pasa,
es lo que está pasando ahora: llueve.
Y parece mentira que suceda.
Que pueda suceder esto, la lluvia,
y el viento brusco y fresco que la anuncia.
Me parece increíble que aparezca;
que esté ocurriendo sin contar contigo,
al margen de tu vida, sin que acudas
a darles este don a tus macetas;
que pueda estar lloviendo sin tenerte
a nuestro lado, sin poder besarte
ni hablarte nunca más, aunque lo ansiemos.
Aún no creo que esto nos suceda.
Inevitablemente pienso en la muerte de
la abuela hace poco más de un año. Bajo el libro y leo en la pobre
memoria, que aún retiene, será por la emoción, los versos que le
nacieron a esa pena (y también recuerdo un soliloquio de José
Mateos, “Después del entierro he llegado a casa y he puesto música
por ver si consigo arrancarle a este dolor su belleza”). Tapándome la boca, susurro
para mí mis propios versos, y entonces soy yo
el que se levanta y va hacia la ventana, con tan distinto paso al de
la niña, con tan distinta luz en la mirada.
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