Cuando
un hombre pide justicia, quiere decir que le den la razón.
Muchas
veces se condena a un hombre porque un jurado ha pasado mala noche y está de
mal humor.
El
hombre de malos instintos que es instruido cuenta con más medios para causar
desgracias.
El
perdón, la mayoría de las veces, es pereza. De quien es perezoso se dice, muy a
menudo, que es un buen hombre.
La urbanidad
es el conjunto de reglas para hacer llevadera la estupidez.
La
hipocresía es de agradecer, pues supone un esfuerzo de cara al prójimo para
disimular los propios instintos.
La
cortesía es un disimulo. El hombre, al entrar en el teatro, da el brazo derecho
a la mujer, pero si hay fuego, pasa por encima de ella para salir más rápido.
Si una
criatura se cae a un pozo, la madre se lanza de cabeza; si la madre es quien
cae, el hijo llama a los vecinos para que la salven.
El amor a la
humanidad es literatura declamatoria. Para salvar la vida de un amigo, se
dejaría morir a cien mil chinos.
La
experiencia no sirve de nada. Los hombres experimentados son como esos
jugadores que se apuntan las cartas que han salido, pero no saben las que
todavía quedan por salir.
El juego
es altamente moral: sirve para arruinar a los tontos.
El
turista es el pulgón de las ruinas; el arqueólogo, la filoxera.
Si todos
los hombres fuesen desnudos, a los fornidos los llamarían "marqueses"
y a los enclenques, "pobres".
Cuando
un médico va por primera vez a una casa, se fija antes en los muebles que en el
enfermo, para saber cuánto hará pagar por su visita.
Cuando
un médico ignora qué tiene el enfermo, pide ayuda a un compañero y cobra el
doble, pues la ignorancia se debe pagar más cara.
No hay
ningún drama tan emocionante como la lectura de un testamento. Y eso que ya no
está el protagonista.
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