Mañana limpia, recién llovida, asaeteada por el olor
de lo vegetal, esa gratitud. Camino hacia el monasterio con la ilusión de que
hayan prendido los lirios. Cruzo solares que son campos coloreados por la colza
silvestre, la flor púrpura del cardo borriquero y las primeras amapolas. Oigo
al ruiseñor, con su hipido único, hacia dentro, a los mirlos, su
glisando sin par, a los desengrasados verdecillos. Se me cruzan, medrosos,
varios conejos flechados hacia su hura. Voy nervioso, trovando:
Estarán ya los lirios / jugando a mar, a cielo, a sol llorado. Y estaban. Y
verlos un año más, por ellos y por mí, y planear volver esta noche para coger
algunos, y pensar a quién darlos mientras regresaba a su olor sereno, me ha dejado rey
en la mañana. Y no por poca cosa, unas flores, ya ven, por muy lirios que sean,
pues todo es siempre más de lo que es.
El azahar del que habla este poema es la planta comúnmente conocida como celinda, en algunos lugares llamada falso azahar por la semejanza de su olor con el de la flor del naranjo.
Uno de esos grupos tocados por la gracia, que no da disco malo (sí, aquí se seguirá hablando de discos) es AIR (Amour, Imagination, Rêve), abanderados del pop electrónico con la sutileza añadida del french touch. De su elegancia da muestra esta "Cherrie blossom girl", con esa flauta tan bien tocada y las armonías de las voces filtradas. Elegir entre tantas una de sus canciones ha sido una pequeña pena. También podía haber sido esta, o esta, o...
Air: "Cherry blossom girl" (de Talkie walkie, 2004)
En el tren, al otro lado del pasillo, viaja una joven cuyo rostro me resulta familiar. El presentimiento de conocerla crece a cada ojeo, hasta que a poco de llegar me decido a preguntarla.
-Perdona, ¿tú no eres Iris?
-No, pero casi.
Evidentemente no es quien pensaba, pero su respuesta invita a insistir.
-¿Irene?
-Irene -y ríe con desarmante ingenuidad.
Hablamos de todo un poco, y sentimos que el viaje termine. Es, rara avis, guapa y agradable. Tenía olvidado lo que era una conversación de esta naturaleza, y siento la locuacidad de la primera copa. Nos despedimos, pero como el tren ha parado en el andén 5, coincidimos de nuevo en el ascensor que sube al corredor que atraviesa las vías. Charlamos otro poco. Entonces me doy cuenta de que no quiere despedirse. Quedamos uno en frente del otro sin decir nada unos segundos llenos de vértigo, de un silencio clamoroso. Ella, acaso, piensa: ¿Es que no quieres besarme? Yo: sólo puedo besarte con los ojos.
Estaba la
plaza preciosa, con su verdín entre las piedras, las yemas de los álamos
reventonas y la fuente pregonando a voz en grito el deshielo de la súbita
primavera. Llegué a sentarme en una terraza, pero tuve la feliz idea de
levantarme antes de que viniera el camarero. No estaría peor en un banco al
lado de la fuente, ni me prestaría más la consumición que pegar los morros a su
caño. “No tan deprisa”, me susurraba mientras la besaba como tantas noches y
días. En ese ensueño de pueblo en la paz del mediodía, con los perros pululando
y los niños en sus mundos, unos y otros ojeados de vez en cuando por sus
padres, se me acercó un pequeño explorador de la plaza. Llevaba una ramita en
la mano. Todo su afán era coger una hormiga. Cuando le pregunté qué iba a hacer
con ella, contestó que mirarla por el microscopio. Preferí no indagar sobre el
método que emplearía para que se estuviera quieta sobre la platina. Sin más ni
más, comenzó a darme una increíble lección de entomología: hay mil quinientas
especies de escorpiones, pero sólo unos pocos mortales; aún así, son más
peligrosos que las tarántulas, que si te pican sólo te pueden dan, decía, un
dolor muy fuerte. Hablaba como un cocodrilo Dundee de ciudad. Me dio la
impresión de que si en ese momento hubiera salido uno de esos arañones de
debajo de una piedra le habría echado mano sin pensárselo. Como en sus palabras
se adivinaba verdadero amor a la naturaleza, le ayudé en su empresa dándole un
pequeño envoltorio que había en el suelo. Lo cerró cuidadosamente con la
hormiga dentro mientras sus padres y otros dos llegaban hasta nosotros. “Ale,
Felipín, nos vamos, no molestes a este señor”. “No me molesta, señora”, le
devolví el cumplido. No sé qué era peor, si el Felipín, lo de señor, el trato
al niño o el cinismo de la mamá, teniendo en cuenta que, si pensaba que el niño
me estaba causando molestia, tardara diez minutos en venir a librarme de ella. Luego
hubo un silencio que pretendía acaso recabar información sobre nuestra
actividad. No dije más sino “Adiós, amigo”, en tanto que Felipe, que ni me oyó,
se iba tan contento con su hormiga, mientras se veía que cavilaba sobre en qué
bolsillo meterla.
¿Qué es lo que hace -repito, me repito- que una música, más allá del recuerdo de las circunstancias en que la escuchamos si ya la conocíamos, despierte en nosotros unas determinadas sensaciones, inspire un estado de ánimo, nos traslade a un lugar o a una época del año? Ni de puntillas las palabras alcanzan a donde llega la música. Sólo la poesía puede acercarse y acercarnos. Y no pasa nada por no llegar, como sería necio despreciar a Corelli, Couperin o Telemann por no estar a la altura de Bach, Haendel o Vivaldi; además, lo están en ocasiones. Más difícil sería intentar explicar que la música popular puede acompañar tanto y tan bien como la clásica. Raro será el lector de poesía española que sólo lea a los clásicos y no dedique al menos el mismo tiempo a sus contemporáneos. Más o menos eso intentó decir uno en retorcido soneto:
The Jayhawks, Sigur Rós, Low,
Trentemöller,
Massive Attack, The XX, Paul
Kalkbrenner,
Yo
La Tengo, Interpol, Jeniferever,
Mojave
3, Eels, Kraftwerk, Erlend Øye,
Depeche Mode, Crystal Castles,
Radiohead,
Blonde
Redhead, Piano Magic, Maga,
Max Richter, Junior Boys, Air,
Röyksopp, Apparat,
Van Morrison, Daft Punk, The Radio
Dept.
Sois
de la amistad pábulo, el pan mío
de
cada día, reliquia de amores,
la
razón entusiasta de mis noches,
parapeto
del alma contra el frío.
Más
que a Schubert os debo, más que a Mozart,
Everything but the girl, Clem Snide, Dorian…
La sola mención de cualquiera de los nombres de los cuartetos y del último verso produce en uno la sacudida del reencuentro con un olor amado y olvidado, de mujer o de infancia. Si compara, el poema lo hace por reivindicar la mal llamada música ligera (de ahí su título, "Reparación"), y a uno le hacía gracia esta manera de salir del armario clásico, que lleva vistiendo toda la vida y con cuyos trajes se gana los garbanzos. Como no tengo que convencer a nadie, me limitaré en esta nueva sección a darme el gusto de sacar a escena algunas canciones para mí memorables. Si además sirven -acompañan, emocionan, divierten- a una sola persona más, habrá merecido la pena.
Sufjan Stevens, "Should have known better" (Carrie & Lowell, 2015)