domingo, 17 de marzo de 2019

UNA POÉTICA ME MANDA HACER EL MONTE, I


Picábamos algo tras una de las representaciones de Fuenteovejuna. Javier Almuzara, en su salsa, hablando de la valía de los poetas, vino a decir que las montañas se miden por su cumbre. Y sí y no, pensé entonces, pero fui incapaz de meter baza, pues le sobreviene a uno cierto aturdimiento retardador en esas tertulias que sólo muy de tanto en tanto puede disfrutar, impensables en su vallisoletano páramo.
E igual que en un páramo, y vamos adelante, puede un cerro parecer montaña sin serlo, habría que empezar por tirar la línea y dejar en fuera de juego a tanta presunta poesía que no es tal. La poesía ha de ser la quintaesencia de la esencia, y hay que reservar para ella lo mejor, que es lo mismo que ella exige del poeta. Dar un libro intrascendente, ni malo ni bueno (es decir, malo), es una demostración de falta del sentido crítico que debe presidir cada decisión de las mil que se toman a la hora de componer esos poemas. Un libro malo no resta valor a un libro bueno, pero sí al poeta que lo da. Lo que valdrá y quedará será ese libro de gracia excepcional, no el nombre de quien no supo mantener en otras entregas la altura de su vuelo. La cota más alta servirá para dar nombre a esa cordada o grupo de cimas que, más que una montaña, es cada poeta; pero las más bajas, sin restar altura a aquéllas, sí la restan a la altura media. Si en literatura lo que no suma resta, en poesía menoscaba.
Un ejemplo: José María Valverde. Pocos libros habrá en su siglo, gran siglo para la poesía española, a la altura de Hombre de Dios. Pasan las décadas y el poeta parece sumido por un afán como de estar al día, y aquella palpitación del espíritu se diluye en poemas de circunstancia, banales, a los que estorban a menudo esos extranjerismos que tanto exasperan en los modernistas, que de pronto parecen haberse convertido en el modelo: un paso atrás. De haber mantenido esa vena genuina, el poeta sería considerado uno de los grandes, y no uno de tantos. Pérez de Ayala es otro ejemplo de que la mayoría de las trayectorias poéticas son descendentes. Si se leen sus libros de poesía en orden de aparición no puede uno dejar de preguntarse cómo un sendero en paz puede acabar siendo tan torpe, confusamente innumerable. Y como ellos, cuántos poetas en los que lo que rodea a una cima prominente son sólo estribaciones.
Esto aparte, sería complicado explicar por qué nos gusta volver a unas montañas más que a otras. La altura, en este sentido, es sólo un factor más. No diré tanto como que Canedo vale más como poeta que Darío, pero en el monte del primero me siento como más arropado. Y si a éste no vuelvo, sí vuelvo a aquél, como vuelvo a La caja de música, a Reliquias, a los Poemas de provincia, libros paridos por los parias del parnaso, opacados por el timbre metálico de los bruñidores de versos: me parece Darío un oído absoluto para qué, me pesa por espeso Villaespesa y cuesta arriba rueda el verso en Rueda. Quizá sea que los Gil, Fortún, González-Blanco, Canedo o Tomás Morales buscaron la fuente en el monte de dentro. Al final, y ya que esto se ha acabado llenando de nombres, espigando ese rosario del S. XX, para uno las cuentas están claras: Juan Ramón por poeta, Unamuno por filósofo y Machado por hombre, respectivamente nuestros Andes, nuestras Rocosas y nuestro Himalaya. Pero no todo van a ser ochomiles. Por fortuna, existen también El Atlas, la sierra de Gredos y hasta los Montes de León. Y siempre se acaba encontrando en ellos rincones tan acogedores e imponentes como los de aquéllos.

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