Picábamos algo tras una de las representaciones de Fuenteovejuna. Javier Almuzara, en su
salsa, hablando de la valía de los poetas, vino a decir que las montañas se
miden por su cumbre. Y sí y no, pensé entonces, pero fui incapaz de meter baza,
pues le sobreviene a uno cierto aturdimiento retardador en esas tertulias que
sólo muy de tanto en tanto puede disfrutar, impensables en su vallisoletano
páramo.
E igual que en un páramo, y vamos adelante, puede un
cerro parecer montaña sin serlo, habría que empezar por tirar la línea y dejar
en fuera de juego a tanta presunta poesía que no es tal. La poesía ha de ser la
quintaesencia de la esencia, y hay que reservar para ella lo mejor, que es lo
mismo que ella exige del poeta. Dar un libro intrascendente, ni malo ni bueno (es
decir, malo), es una demostración de falta del sentido crítico que debe
presidir cada decisión de las mil que se toman a la hora de componer esos
poemas. Un libro malo no resta valor a un libro bueno, pero sí al poeta que lo
da. Lo que valdrá y quedará será ese libro de gracia excepcional, no el nombre
de quien no supo mantener en otras entregas la altura de su vuelo. La cota más
alta servirá para dar nombre a esa cordada o grupo de cimas que, más que una
montaña, es cada poeta; pero las más bajas, sin restar altura a aquéllas, sí la
restan a la altura media. Si en literatura lo que no suma resta, en poesía menoscaba.
Un ejemplo: José María Valverde. Pocos libros habrá en
su siglo, gran siglo para la poesía española, a la altura de Hombre de Dios. Pasan las décadas y el
poeta parece sumido por un afán como de estar al día, y aquella palpitación del
espíritu se diluye en poemas de circunstancia, banales, a los que estorban a
menudo esos extranjerismos que tanto exasperan en los modernistas, que de
pronto parecen haberse convertido en el modelo: un paso atrás. De haber
mantenido esa vena genuina, el poeta sería considerado uno de los grandes, y no
uno de tantos. Pérez de Ayala es otro
ejemplo de que la mayoría de las trayectorias poéticas son descendentes. Si se
leen sus libros de poesía en orden de aparición no puede uno dejar de
preguntarse cómo un sendero en paz puede acabar siendo tan torpe, confusamente
innumerable. Y como ellos, cuántos poetas en los que lo que rodea a una cima
prominente son sólo estribaciones.
Esto aparte, sería complicado explicar por qué nos
gusta volver a unas montañas más que a otras. La altura, en este sentido, es sólo
un factor más. No diré tanto como que Canedo vale más como poeta que Darío,
pero en el monte del primero me siento como más arropado. Y si a éste no vuelvo,
sí vuelvo a aquél, como vuelvo a La caja
de música, a Reliquias, a los Poemas de provincia, libros
paridos por los parias del parnaso, opacados por el timbre metálico de los
bruñidores de versos: me parece Darío un oído absoluto para qué, me pesa por
espeso Villaespesa y cuesta arriba rueda el verso en Rueda. Quizá sea que los
Gil, Fortún, González-Blanco, Canedo o Tomás Morales buscaron la fuente en el
monte de dentro. Al final, y ya que esto se ha acabado llenando de nombres,
espigando ese rosario del S. XX, para uno las cuentas están claras: Juan Ramón por poeta,
Unamuno por filósofo y Machado por hombre, respectivamente nuestros Andes,
nuestras Rocosas y nuestro Himalaya. Pero no todo van a ser ochomiles. Por fortuna, existen también El Atlas, la sierra de Gredos y hasta los Montes de León. Y siempre se acaba encontrando en ellos rincones tan acogedores e imponentes como los de aquéllos.
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