Sin complejos: con complejos.
sábado, 30 de agosto de 2014
lunes, 25 de agosto de 2014
DIARIO DE URRIELLU, y III
Salgo del refugio a ver el día. Hace
un viento fuerte y unas nubes lúgubres amenazan tormenta. Quiero
rodear el Naranjo subiendo por la canal del Lebaniego y la collada
Bonita y bajando por la canal de la Celada hasta el refugio, donde
cojo el resto de las cosas y me vuelvo no sé si a la civilización o
a la barbarie. Primero hay que llegar a un collado con una gran roca
en forma de dedo. Intento ir ganando altura por un pedrero, pero el
aire prácticamente me tira. Tengo que caminar casi a rastras. Si me
vieran mis alumnos en posición tan ridícula perdería de un plumazo
toda mi credibilidad. Pasado ese primer collado el camino está menos
expuesto, pero es una tirada larga. Ya en la parte alta de la canal,
los últimos metros antes del collado del Lebaniego son los de esa
expectación nerviosa por la panorámica que se entregará de golpe,
vivificante como la brisa promisora de cumbre. Tengo la suerte de ver
el camino que tengo que seguir justo antes de que se eche una niebla
oscura y se ponga a granizar. Tengo que bajar por el nevero de un
hoyo hasta la mitad y luego ir girando a la izquierda hacia la
collada Bonita. Pasa la nube. Llego a la estrecha horcada, como un
empinado pasillo al final del que va asomando a cada paso la cara
sureste del Naranjo. El cielo está abriendo y se ve a la derecha del
Picu la collada de la Celada, ya terreno conocido. Me recuesto en una abrigada entre dos rocas y como. Me rodea un circo mondo de roca
caliza. Gran fuerza. Me siento tan plenamente acompañado, y a la vez
tan contento por dormir hoy en casa, que, como Romeo en su sueño,
creo que podría volar. Bajando por la Celada, rodeando la mole,
canto una canción, pero el subconsciente me acaba llevando siempre a
otra que estuvo de moda un verano, ridícula, de esas que se pegan
como el chicle a los zapatos. Vuelve a llover, pero ya es una lluvia
mansa e inofensiva. Llego al refugio, recojo y sin entretenerme sigo
bajando hacia Pandébano, a dos horas, donde tengo el coche. Aún es
pronto. Entre los que suben me cruzo con un grupo de cuatro jóvenes.
Una de ellas está derrengada. Los otros la intentan convencer de que
coma. No está de humor para escucharles. Me vais a perdonar que me
meta donde no me llaman, le digo, pero tienen razón, tienes que
comer antes de que te dé la pájara. Como los ciclistas, que están
todo el rato metiendo. Aunque sea un plátano, un poco de chocolate.
Para mi sorpresa, empieza a comer la barrita energética que le
alcanzan. Venga, que en media hora estáis en el refugio, me despido.
Sigo mi camino aún más contento. Empieza a llover con más fuerza.
Las cabras no están en el camino, gracias a Dios. Las hayas cerca de
la Terenosa exhalan una niebla como quien ríe. Voy tan empapado que
ya me da igual la lluvia. Paladeo los próximos placeres que me
aguardan, el cambio de ropa (hay una muda seca esperándome en el
maletero) y la intimidad del coche, con un viaje largo por delante,
un asiento que me parecerá un trono después de tanta piedra culera,
y mi música.
Bajando por la pista se da un cambio
importante en el cuenta kilómetros, nada menos que de cinco dígitos:
350000. Maravilloso. Ya en la carretera de Sotres a Poncebos, con la
ventanilla y el cielo abiertos, viene a despedirme un pájaro de
canto monótono y agudo. “Adiós, compañero, hasta la vista”.
Pero se ve que no quiere que me vaya y me sigue. Advierto entonces
que sólo canta en las curvas a izquierda. Otra vez la dirección.
Luego ya se sabe, eso tan remoto que llamamos realidad, la recurrente
procesión de los días. Pero quien lleva el paso se diría otro, y
sin embargo más él.
viernes, 22 de agosto de 2014
DIARIO DE URRIELLU, II
Al segundo día me propongo subir desde
el refugio de Cabrones hasta la collada de don Carlos, de ahí a la
de Santa Ana y a la collada Bonita, y bajar por la canal de la Celada
al refugio de Urriello, donde ayer he tenido que dejar las cosas
debajo de la escalera (como no iba a dormir en él, el guarda no me
ha dado una taquilla). Parece mucha tela, pero los días son largos y
a las nueve, ya desayunado, estoy caminando. La subida que bordea el
sombrío glaciar del Jou Negro es preciosa. También el llaneo hasta
la base de Torrecerredo. Luego hay que atravesar unos neveros que
tienen bastante caída. La nieve da confianza, ni dura ni demasiado
blanda. La tensión desaparece al llegar al collado. Toca comer algo
y disfrutar de la bajada, de a hecho por el nevero del Jou Carnizoso.
Este desemboca en el Jou sin Tierre. Dudo sobre si seguir la ruta
planeada o ir directamente al refugio. De momento llego hasta el
inicio del Jou de los Boches. Desde ahí se ve el collado de santa
Ana. Es una buena tirada. Nada. Mañana.
Doy la vuelta hacia al refugio del
Picu, donde me espera ropa seca y limpia y un par de horas de asueto
antes de la cena. A la derecha, hacia el cordal del Naranjo, veo una
canal que podría acortar la excursión de mañana, que consiste en
rodear el Naranjo. Tendré tiempo para mirar planos y preguntar. Allí
vuelvo a coincidir con los de Burgos. Este reencuentro me recuerda
otro, en el mismo lugar hace dos años, con un vasco y una mejicana,
del que nació un poema a la amistad en la montaña. Este refugio
está mucho mejor acondicionado. Tiene dos pisos. En el de abajo
están el comedor y los servicios. Arriba, las habitaciones. Una
estufa de pellet mantiene caliente el comedor y sube el calor a los
radiadores de los dormitorios. Viene una ensalada de pasta deliciosa,
con mucha cebolla. Luego menestra y yogur. Hay una mesa larga con dos
docenas de chicos jóvenes del cuerpo de la escuela militar de
montaña del Ejército, que están haciendo prácticas de escalada.
Me toca dormir con ellos. Aún de día, ya estamos unos cuantos en la
cama. Los otros van llegando de pocos en pocos, y no me duermo. Hay
uno que hace sonar los pedos. Los otros le ríen los primeros. Otro
empieza a roncar, pero lo hace a un volumen tan bajo que no molesta;
al contrario, se diría que arrulla. Cuando suena el primer
despertador, a las siete, me levanto. Doy los buenos días a mi
vecino de catre, que se está calzando. Me mira con cara de haber
dormido mal y no contesta, y ya imagino que les he dado la noche a
los veinticinco miembros del EMMOE, tan majos. Nadie es perfecto.
martes, 19 de agosto de 2014
DIARIO DE URRIELLU, I
El Saxo sube sin problemas por la pista
que une las invernales de Sotres con Pandébano, y yo sin la
preocupación de que lo raye un poco más una rama, de coger un bache
más o menos rápido. Ventajas de los coches viejos. ¿Metemos
primera?, le pregunto. Responde con unas toses. Meto primera. No pasa
nada, no es desdoro, le tranquilizo, y ya arriba, eres el mejor coche
que tendré nunca. Le doy ánimos porque estará tres días al raso y
sin moverse. El tiempo es perfecto, nubes y claros y de vez en cuando
un refrescante lametón de niebla. Ordeno la mochila, que pesa
demasiado. En el refugio de Urriellu, que tomaré como campamento
base, dejaré algunas cosas y tiraré con lo del día. Empiezo a
caminar. En el collado me espera la más sugestiva imagen de la
felicidad. No concibo una alegría mayor que la del ternerín tumbado
junto a la madre (si acaso la del toro que hace lo propio después de
haber cumplido con su trabajo).
En el monte aun el mismo lugar es
siempre distinto. El matiz con que se da el paisaje nunca es el
mismo, ni la luz. Tampoco nosotros lo recibimos igual, por no hablar
de lo olvidado, de distancias que falseaba la memoria. Paso entre las
majadas de la Terenosa. Voy solo pero bien acompañado. En animado
soliloquio me entretengo. Voy guardando estas impresiones en la
grabadora del móvil. También hablo con las cabras que me salen al
paso en el collado Vallejo. Siempre hay en los rebaños dos o tres
más resabiadas que se acercan atraídas por la sal del sudor. En
cuanto las otras ven que no les sucede nada las imitan. “Vaya
hombre, ya estamos. Fuera, sois muy pesadas”. Y luego a una, “te
pareces a J., un alumno que tuve”; a otra, “vaya tetas que
tienes, ¿no?, ¿eso es normal?” Me siguen como al flautista de
Hamelin. En fin, mejor cabras que ratas. De vez en cuando miro para
atrás para comprobar que no me siguen, por más que el sonido de sus
esquilas denote lo contrario. Pero acaso lo entiendan como una
invitación. Acelero resuelto a no volver la vista. Sólo la más
cerril insiste. Sentir la humedad de su aliento en la mano ya es
demasiado. “No tengo nada para ti, no te quiero tirar una piedra,
fuera.” Tiro una piedra cerca para asustarla. Vano intento: se
acerca a ella con curiosidad y lame las trazas de sal que ha dejado
mi mano. Parece bastarle. El verde va cediendo a la caliza. Oigo a un
colirrojo, pájaro al que últimamente escucho en todas partes. ¿Será
siempre el mismo (como el ruiseñor de Keats), que me persigue para
recordarme lo que tenemos pendiente, ese nuestro poema a medias? Me
cruzo con los que bajan del refugio. En el monte la gente se saluda,
cruza unas palabras, pregunta por la ruta. Venir aquí es un rearme
personal, pero también social. Venga, que arriba está bueno, me
dice uno de los que bajan, y me conmueve ese deseo de proporcionar
una pequeña alegría, de anticipar el sol que aún oculta la niebla.
Me alcanzan un adolescente y su padre. “Vaya ritmo traéis.”
Este, que es una liebre, contesta el hombre. "Se está vengando de la
caña que le he dado todos estos años, el cabrón." Podríamos ser mi
padre y yo hace veinte, veinticinco años.
Llego al refugio y como, a mis espaldas
los 500 metros de la pared oeste del Naranjo. Unos franceses hablan a
gritos y dan la nota, para que luego digamos de los españoles. Subo
hacia la Corona el Rasu camino del refugio de Cabrones, donde
dormiré. Aun con un par de kilos menos la mochila me sigue pesando
demasiado. Acaso el problema son los otros 88 que hay que mover. Ojo,
que hemos salvado un desnivel de mil metros, me animo en voz alta. Me
hace gracia ese “hemos”, esta sana costumbre de hablar solo. Al
pie de la Brecha de los Cazadores paro a beber. Sólo el sonido del
viento afilando los riscos, el de algún acentor de cumbres y su eco
en la roca, el de mi respiración. El aire trae alguna voz del
refugio de Urriellu, y parece increíble, ya tan lejos. Llego a la
collada Arenera y dudo si ir directo al refugio de Cabrones o
intentar subir el Neverón. Aunque es un poco tarde, el desnivel no
es mucho. Lo intento. La roca está muy suelta, los agarres no son
buenos, y sobre todo me falta gasolina. Doy la vuelta. Volver por el
mismo lugar de piedra deshecha me apetece bien poco. La otra opción
es bajar directamente por el nevero. Parece que la nieve está bien,
pero está muy pindio y no me atrevo. En cada encrucijada de este
tipo recuerdo el consejo paterno, “sé prudente y no valiente”.
Jugando al mus no hay mayor placer que no seguir esta máxima, pero a
la montaña hay que respetarla. El regreso a la collada es tortuoso.
Pienso que entre tantos buenos momentos es justo que haya al menos un
instante de desaliento al día. En esos casos pienso también qué le
diría a Sara para animarla, y finjo el buen animo que entonces
mostraría. Ya decía que iba y no iba solo. Por fin en la collada,
el camino al refugio es sencillo, llaneando y cruzando algún nevero.
En uno doy con una salamandra haciendo penosos esfuerzos por salir de
él. La cojo con la mano para ayudarla y me lo agradece mordiéndome.
En el refugio, además del guarda
con sus dos hijos, hay un grupo cenando. Una familia de Burgos. Son
las ocho. Mientras me cambio de ropa escucho su conversación, entre
histórica y libresca. Me cuesta morderme la lengua en algunas
ocasiones. Además, el andar todo el día solo me acerca a la gente.
Da gusto oír una conversación tan enjundiosa en un lugar como este,
les digo, no sé si pensando lo contrario. Viene mi cena. Sopa y
garbanzos con cosas, y una manzana. Merece la pena la media pensión,
se ahorra un peso engorroso y un espacio necesario. Bromeo con los de
Burgos sobre la importancia en estas situaciones de irse a la cama el
primero. Quien ha soportado una noche de ronquidos en un refugio, a
veces en estéreo o incluso en dolby,
sabe de lo que hablo. Había cierta
doblez, lo reconozco, en mis palabras, pues bien sabía yo, de haber
música de viento, cuál sería su procedencia. En pieza contigua al
comedor están las colchonetas, veinte plazas, diez abajo y diez
arriba. Los otros duermen todos abajo, acurrucados como palomas. Hace
frío. Yo subo y me echo encima además de mi edredón otros dos.
Duermo a rachas, pero bien.
jueves, 14 de agosto de 2014
CATALPA
Hace ya
tiempo que dejaron de desazonarme mis lagunas en historia, geografía
y otros saberes de lo que se conoce por cultura general. Cada
vez le cuesta más a uno torcer sus naturales inclinaciones, y la memoria
da para lo que da. Como le dice un asturiano a otro en el polo norte,
ye lo que hay. Más rabia me da ignorar el nombre de tantos árboles,
o no saber reconocer el canto de más que unos pocos pájaros. Será
por eso que da tanta alegría saber de uno hasta entonces
desconocido. Sentimos al mismo tiempo que cobrarse uno de esos
misterios es perder un misterio, pero nos consolamos pensando que son
éstos infinitos, y que en materia tan común y primordial somos
todos aficionados. Siempre nos sorprenderá un árbol, un pájaro,
una planta, siempre habrá un insecto o una flor esperándonos. En
palabras de Trapiello, saben que vamos y no nos decepcionan.
El cámping donde veraneo desde hace unos veinte años posee una
variedad arbórea riquísima. Es casi un jardín botánico donde las
especies autóctonas cohabitan con los árboles que trajeron los
indianos a su vuelta de América. Entre estos, la araucaria, el
magnolio o el ombú. Hay también uno muy llamativo, de muy buena
sombra, con sus grandes hojas en forma de corazón, sus largas y
pinchudas vainas otoñales y sus flores blancas con sus dos manchas
amarillas o fucsias y sus ribetes morados y discontinuos. Cuando nos
dijeron su nombre lo pronunciamos como quien repite para sí las
coordenadas donde duerme el tesoro: catalpa, catalpa.
martes, 5 de agosto de 2014
UNA BANDA SONORA DEL VERANO
Unos escriben libros y otros componen
discos. Unos poemas, o prosas, y otros canciones. Hay también quien
se dedica a recopilar unos y otras. Puestos a pergeñar un disco
sobre el verano, no la periódica
aberración que se ha dado en llamar “canción del verano”
-vade retro-, mundo por ventura agonizante donde los haya,
sino de temas que, por razones poco explicables (como poco explicable
es la poesía digna de tal nombre) nos llevan de la mano al verano,
puestos a recopilar, decía, ese disco, qué diferentes serían entre
sí las canciones primera y última, evocadoras del principio y final
del verano. Igual que, en un libro de versos, cree uno que deben ser
significativos los poemas que lo abren y cierran, esas canciones
serían la piedra de toque de la expectación más luminosa y la más
venenosa nostalgia. Aquí se proponen dos. ¿Adivinan cuál julio, cuál septiembre?
The Jayhawks: "Mr. Wilson", de Smile (2000)
Lykke Li: "Never gonna love again", de I never learn (2014)
sábado, 2 de agosto de 2014
CONTRA LA ENTRADA ANTERIOR
“Terminar no es lo mío, ni me
gusta”, leo ahora en JRJ, después de aseverar como quien dice ayer
que sin definición, en el sentido de finalización, válido para lo futbolístico y lo poético (a
Alarcos me remito), no se puede sino marear la perdiz. Aunque tal vez
se refiriera el poeta, como otras veces, más que a sus poemas, a su obra.
Sea
como fuere, creo que debería entrar con la desbrozadora en la
carpeta de word titulada “Poética”, tan profusa en rotundidades.
Por ejemplo, se afirma en ella que el poema debe intentar expresar una idea concreta, explícitamente o sugiriéndola, pero siempre a partir de lo concreto.
“Poema sin asunto es alma y cuerpo sin vestido, es esencia y
esistencia absolutas. Y no hay mejor poema”, aforistea, dice ahora el
poeta. Y qué sé yo. Quizá no sea tan importante el punto de
partida (de diferentes estaciones se llega a un mismo destino).
El caso es que en mi caso el punto de partida es el final. Me aconseja otro poeta al que admiro, este vivo, que suelte un poco
las riendas, que controle menos los poemas, que no me atenga tanto al plan inicial, y es de esas cosas que uno ha
intuido antes pero de las que no hace demasiado caso, quizá por
inercia, quizá por pensar vagamente que eso sería precisamente forzar su
poesía. Esas intuiciones a las que el tiempo casi siempre acaba
dando la razón, casi siempre (vida o literatura) contra nosotros. Pero...