Dominique A: "Rue de Marais" (de L´Horizon, 2006)
sábado, 30 de mayo de 2015
lunes, 25 de mayo de 2015
sábado, 23 de mayo de 2015
jueves, 21 de mayo de 2015
TRES INTENTOS DE COLOR
Por la mañana, un jilguero se posa sobre la flor más
alta de un cardo borriquero. El contraste del púrpura de la roseta con la careta
roja del pájaro me recuerda que el poema del mundo está siempre por escribirse.
Por la tarde, durante la colectiva, ya con los
primeros síntomas del mal de fin de curso, un tanto hastiados de repetir las
mismas piezas, les ayudo a sacar de oído una canción. Tiene que ser una que les
motive lo suficiente para seguir en casa. La primera que me viene a la mente es
el último bodrio de Enrique Iglesias. Pienso que puedo tener perdón cuando, al
juntar estrofa y estribillo, reparo en los ojos tan abiertos de los chicos, en
sus cuerpos cimbreantes como palmeras en temporal.
Por la noche, de vuelta de Palencia, donde escuché a Luis
Alberto de Cuenca recitar algunos de sus mejores poemas (desmintiendo esto, por cierto), el reflejo del sol
último en una furgoneta negra que me adelanta despacio me trae a la memoria al
equipo A, Barracus al volante y, a su lado, Anibal Smith mordiendo un puro. Es,
lo sé, una asociación de poca monta, pero entre unas cosas y otras parece que,
como otra racha de olas grandes, la poesía vuelve. O no, pero yo lo escribo por
si ayuda a que así sea.
jueves, 14 de mayo de 2015
PEJIGUERA Y ALBRICIA (y II)
(LA ALBRICIA)
Volvemos de una comida familiar en El Berrueco. Se
estuvo a gusto charlando a la sombra de este impertinente veranillo, y aprendí
el nombre de algunas plantas. Voy despidiéndome del Saxo como quien deja ir a
un ser querido que muere sin dolores, con entendimiento. Tengo la orgullosa
convicción de que habría superado los 400.000 kilómetros, acaso el medio
millón, una proeza para un motor de gasolina y un coche de segunda mano que
siempre ha dormido en la calle. Esto aparte, es un instante de plenitud, tocado
por eso que uno sabe parte de sí, eso en lo que se encuentra: un atardecer valsando
curvas (es importante que no sea una autovía), escuchando, por ejemplo, a SigurRós, pero ahora con Sara y su tesoro dentro. Nuestro tesorín, dice. Y este es
el cofre, respondo tocándole la barriga, a la que mira satisfecha. Luego
tamborilea sobre ella con los dedos o da toquecillos esperando una reacción.
"Manifestaos". Y yo, "pero déjalas". Y ella “¡estamos jugando! Dan un toque y yo las respondo.” Y al
poco, ahora seria, “es un movimiento distinto.” "¿Como si antes golpearan y
ahora arrastraran?" "Sí, eso es."
Media vida hijo, ahora se abre, imponente, fascinante, el horizonte de otra media vida como padre. Sé que esas divisiones son ilusas, que la vida es un continuo, pero me gusta pensar, acaso por lo redondo de los 40 años, que así ha sido y será, por más que hijo lo será uno toda la vida.
lunes, 11 de mayo de 2015
PEJIGUERA Y ALBRICIA (I)
(LA PEJIGUERA)
En algo hemos mejorado. No importa un día malo si no
es por algo irreparable: será por días. Pensando en lo peor lo malo es sólo
regular, en fin, psé, veremos, mañana…
Había quedado con la del concesionario para
probar un coche. Me apremió con el dudoso argumento de que otro cliente estaba
interesado en él, e interés sobre interés, a ella le interesaba venderlo por aquello de
la comisión. Así que lo adelantamos un día. Así podría verlo Sara, que esa
mañana tenía que hacerse unos análisis que durarían tres horas. Entre medias yo
visitaría algún desguace, entre ellos uno con el que el concesionario tenía
concierto. Ese era el plan, y no otro, pues como el coche pretendido era seminuevo, no podía
contar con la ayuda del plan pive. Con mucho dolor de mi corazón, tenía asumido
deshacerme del Saxo por treinta monedas. No tenía sentido mantener un tercer coche, con los gastos impepinables de seguro, itv, impuestos, más los suyos propios. Esos lúgubres pensamientos me ocupaban
mientras conducía hacia “Man y Fer”. Impresionaba de entrada aquella huesera en
la que se exhibían impúdicamente las tripas de los vehículos, apilados como pacas de hierba. Producían una tristeza irreductible.
Vino a recibirme un perro no tan malparado como inamistoso. Desabrido heraldo,
venía a decirme, como enseguida haría el encargado, que mi coche allí no valía
más que tantos otros como esperaban a ser desamueblados. El caudillo que
saqueaba aquel vencido ejército, un galopín granítico que haría un buen
secundario en Breaking Bad, dibujó una cifra como quien hace círculos al
exhalar el humo del cigarrillo, tan redonda era. "60 euros." Se veía
que disfrutaba con aquello. En un gesto de magnanimidad, subió a 70. “Es lo que
da el chatarrero”. Comprendí que a nada conduciría desgranar la retahíla de
argumentos que había ideado para encomiar las prendas del pobre Saxo. Me subí en
el coche sin responder. “Vamos a otro”, murmuré acariciando el volante. Y
fuimos el Saxo y yo al desguace con el que trabaja el concesionario. El
recibimiento fue notablemente mejor: una joven sonriente que me llamaba por mi
nombre. Iluso de mí, pensé que sería más fácil negociar con ella. Pero de
sopetón me puso en el brete de pedir una cantidad por el coche. Cuando,
hinchando la cifra que había aventurado la vendedora, dije lo más firme que
pude “setecientos”, su bonita sonrisa se convirtió en ofensiva carcajada. “Un
coche de 16 años, con 360000 kilómetros… Te doy doscientos euros.” “Pero
fíjate, las ruedas están casi nuevas, y tiene un equipo de música con cargador
de diez cedés y altavoces JBL que los puse yo, y…” Radiocasetes de esos tenemos
mil, interrumpió, y ya no se usan. Y nadie compra ruedas usadas. Doscientos es
mi oferta. Si te interesa me llamas, espera que te doy una tarjeta. Y la
pérfida se volvió por ella hacia la garita. No le di tiempo a dármela. Sin decir más me
metí en el coche y arranqué. Encontraba sobrada excusa a mi mala educación en
la doble humillación, especialmente la suya, que me dejó misógino para el resto
del día. Para rematar la mañana, de vuelta a la clínica me llamó la del
concesionario diciéndome que no fuéramos, que el otro cliente ya había dado una
señal por el coche.
Tener que templar los desánimos para que no lo sean
para otros, y tratar de convencerse uno de que no lo son, es una más de las
ventajas de no vivir sólo. Sara estaba en ascuas, me había enviado varios
wasaps que no había podido responder. “Ah, nada, lo han vendido ya.” Ella
sondeó con la mirada y el silencio la sinceridad de mi indiferencia. “Será por coches”, subrayé. Esa misma mañana
una afortunada llamada de teléfono casirresolvió el tema. Un concesionario de
Alcalá tenía el mismo coche en mejor versión por poco más, y me hacían un
descuento directo por el Saxo. Al día siguiente lo probé y quedó apalabrado en
espera de darle una mano.
domingo, 10 de mayo de 2015
domingo, 3 de mayo de 2015
viernes, 1 de mayo de 2015
DOS LIBROS
De Antonio Rodríguez Jiménez (Albacete, 1978) admiré su primer libro de poemas, El camino de vuelta, del que se habló aquí. Esperaba con expectación su siguiente libro, pues son pocos los poetas que ya en el primero muestran una voz propia, con el añadido de que esta era también clara. Ha querido el azar editorial que hayan caído casi de golpe sus dos siguientes libros, Las hojas imprevistas (Ayto. de Alhaurín el Grande, 2014) y Los signos del derrumbe (Hiperión). El primero más apegado a la tierra, a lo vivo; el segundo, al tiempo, a la vida, radiografía de una época (la de la crisis económica) a la que también deben los poetas que sepan hacerlo buscar su poesía, siquiera para dar voz a los que no la tienen.
LA PUREZA
Una vez viste a un niño atropellado
junto a un animal muerto, en plena calle.
Lo que no recogían los informes
era el terror del niño al ver al perro
lanzarse de sus brazos
hacia el cruce. Lo que no se dijo,
seguramente, fue el impulso
de correr hacia él, como si fuera
el acto culminante de su vida,
el acto culminante de su vida,
el peligro absoluto, la amenaza
a todo su universo. No se dijo
nada de aquel cariño improvisado
entre seres pequeños. Nadie supo
la dimensión exacta del amor verdadero
entre los indefensos. La pureza
escoge los caminos más humildes, y nada
sabe de este dolor, ni de nosotros.
(De Las hojas imprevistas)
* * *
TESOROS
No se estanca el dolor en nuestro suelo,
sino que pasa, lento, pero pasa
llevándose sus aguas insalubres.
Gracias a un misterioso afán de pervivencia
la memoria desecha los instantes baldíos
y acumula recuerdos indelebles
con su color, su olor, con su belleza.
No arrastra este caudal, pese a su empuje,
las piedras más preciadas del mapa de tu vida.
El primer animal y su piel suave
latiendo entre los brazos;
el beso de mi madre y su sonrisa
al salir del colegio;
los nombre, las batallas y el horror de una guerra
en la voz del abuelo;
las torres repetidas en el agua del río
de una ciudad dorada;
Perduran como el brillo de una estrella apagada
llevándose sus aguas insalubres.
Gracias a un misterioso afán de pervivencia
la memoria desecha los instantes baldíos
y acumula recuerdos indelebles
con su color, su olor, con su belleza.
No arrastra este caudal, pese a su empuje,
las piedras más preciadas del mapa de tu vida.
El primer animal y su piel suave
latiendo entre los brazos;
el beso de mi madre y su sonrisa
al salir del colegio;
los nombre, las batallas y el horror de una guerra
en la voz del abuelo;
las torres repetidas en el agua del río
de una ciudad dorada;
una tumba en Colliure, una bandera
tricolor y la flor de los vencidos;
el poema de Borges;
el poema de Borges;
el momento de
unión entre dos sangres
para formar la
tuya, aliento de mis días...
Perduran como el brillo de una estrella apagada
tantos
tesoros entre tanto olvido.
(De Los signos del derrumbe)