De regreso a casa, echada la jornada, a la luz de una farola llama mi
atención una enorme araña de patas peludas y cuerpo negro parecida
a una tarántula. Su inmovilidad me invita a observarla más de
cerca, y al hacerlo aprecio un menudo, bullicioso movimiento sobre su
cuerpo. Creyendo que se trata de hormigas atacándola en turbamulta,
las empiezo a retirar con una ramita. Caen a decenas, pero son aún
muchas las que se agitan frenéticamente sobre el tupido lomo. Como
la araña ha comenzado a moverse, la dejo subir a mi zapato para
sacudirlo enseguida. Al caer patas arriba ya se desprenden la mayoría
de los atacantes. Repito la operación y su cuerpo muestra ya su
natural tono parduzco, a la vez que ha disminuido su volumen. Al
fijarme de cerca en las supuestas hormigas, me quedo de una pieza al
apreciar que no son tales, sino cientos de arañitas minúsculas
despojadas de la seguridad materna. Me retiro de la escena con una
picajosa desazón y, peor aún, con la mala conciencia de haber
causado tal vez una desgracia irreparable. Al acostarme, temo que el
obrador de los sueños decida que he de pagar por el aracnicidio y
paso una horrible duermevela durante la cual el cuerpo no deja de
picarme. Y como toda una madrugada da para mucho y mal pensar, se me
ocurre que tal vez alguna cría quedara prendida en la suela de mis
zapatos, que metí en el armario. De ahí a imaginar la casa repleta
de ejemplares adultos con mortal sed de venganza hay un paso. En lo
poco dormido, ya contra la mañana, cumplen su justa vendetta en una
pesadilla en la que terminan haciendo de mi piel negra mortaja. Ante
el espejo, prometo a mi ojeroso doble no volver a jugar a ser Dios en
adelante.
Mejor no interrumpir el sagrado curso de la naturaleza. Un día, como Franz, amanecerás araña. Me ha gustado mucho, estimado Sergio. El título es perfecto. Saludos kafkianos.
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