“Cuando vas en grupo, las ciudades se callan; sólo cuando
paseas solo se ponen a hablar contigo”. Hago buenas las palabras de José Luis
García Martín y aprovecho el último día de estancia en París para carabear en
las casetas de la rive gauche, ver pasar los barcos acodado en el pretil del
Pont neuf o vagar por el laberinto de papel de Shakespeare & Co., casi de
puntillas y conteniendo la respiración, por no importunar a sus legítimos
moradores, los miles de libros que abarrotan cada palmo de pared. Parecería
quebrar un orden natural coger uno de aquellos volúmenes, arrancarlo de su
verdadero hogar. Orden no necesariamente ordenado: ¿Está en orden tu alma?, nos
pregunta insidioso un cartelillo para justificar aquella balumba.
Luego, en Gibert, en la Place de Saint-Michel, la alegría y
el orgullo de dar con otra casa, esta bien familiar, la que levantara palabra
sobre palabra Ángel González. El placer de comprar un libro que ya poseemos
para disfrutar unas horas de su compañía y acaso regalarlo. En el mismo
anaquel, el Dietari de Pere Gimferrer. Lo abro al azar para, una vez más,
comprobar que no es azar lo que azar llamamos: “Viniendo de Saint-Michel, entro
en el Jardín de Luxemburgo por la Calle Médicis, que corre paralela a las
majestuosas lanzas de la gran verja. Hay, en aquel tramo de calle tan corto, una
librería de temas religiosos y esotéricos, orientalismo y ocultismo; también
una placa en la casa donde vivió el músico Poulenc; hay aún una pequeña
librería que al primer golpe de vista parece más bien un almacén de libros,
apilados estos en montones repetitivos y simétricos encima de los mostradores y
a menudo aún a medio desenvolver: es el establecimiento de José Corti, librero
y editor de los grandes días del surrealismo de los años treinta. Unos cuantos
pasos más, solo con atravesar la calle, las religiones exóticas, los sutiles
acordes de Poulenc y la sombra de André Breton vagando entre los volúmenes
serán cosas del todo olvidadas de momento. Caminando hacia el quiosco de música
y hacia el resplandor lejano del estanque, en la luz sombría que atraviesa los
castaños, viviremos, como el joven Hemingway, la maravilla instantánea –que
parece perenne, y lo es en el recuerdo– de la claridad y las sombras en el
espacio nítido del jardín”. Seducido por tan oportuna coincidencia, decido
seguir los pasos de aquella andadura al amparo de tan ilustres sombras.
Me siento luego en una terraza en la confluencia del
Boulevard de Saint-Germain y la Rue Carmes, acompañado por el fraternal
avispero de un mercadillo de frutas y los no menos fraternales poemas de Ángel
González. Como la mordedura de una avispa sus últimos versos publicados en vida
(y para mí, por ello, sus últimos versos, a pesar del póstumo Nada grave), con
los que parece aventurar una despedida, con esa postrera pregunta sin respuesta
a lo desconocido:
Aquella luz que iluminaba todo
lo que en nuestro deseo se encendía