lunes, 24 de diciembre de 2018

AÚN APRENDO


Con motivo del centenario del Conservatorio de Música de Valladolid me encargaron unas líneas, y salió esto:

AÚN APRENDO

Tenía clase con C. Venía con los antebrazos pintados. Lo hace mucho últimamente. Pude leer en uno de ellos: “No hay finales felices, sino historias que aún no han terminado”. Lo leí en alto. “¿Estás de acuerdo?” “Más o menos”, y sonreía. “Hombre, yo diría que sí hay finales felices, y te podría poner unos cuantos ejemplos”. No hizo falta, también estaba de acuerdo. Más o menos. El caso es que C. estaba un poco agobiada por la prueba de acceso a 1º de enseñanzas profesionales. Tras quitarle importancia (en los alumnos buenos es un trámite), le hice ver lo bien que toca, y sobre todo que no se limita a leer la partitura, sino que interpreta con verdadero gusto, moldeando el aire y el sonido como por juego, algo poco común incluso en los alumnos mayores. Tiene unas condiciones muy buenas y una madurez poco habitual para sus 13 años. No sé si añadir que por desgracia, ya que ha sido la vida la que le ha dado esa madurez en no solicitado anticipo, cobrándose como de costumbre sus abusivos intereses. Pero lo que hace especiales las clases con C. es que tiene conmigo la suficiente confianza como para hablarme de sus cosas (tan extremadas ahora), incluidas sus aficiones. Dibuja muy bien. Me ha enseñado algunos rótulos de estilo grafitero y dibujos que recuerdan al Moebius más marciano.

Pero su creatividad no para ahí. Compone canciones y las canta al piano, que está aprendiendo a tocar por su cuenta. Salió de ella arrancarse con una. Era a la vez desconcertante y hermosa, y cantándola ella y habiéndola compuesto no podría tener más sentimiento. Era la primera vez que la oía entonar algo que no fuera una frase de un estudio o de una obra. Su voz era distinta, una voz preciosa, con esa belleza de las cosas y las personas que no saben que son bellas. La letra era triste. Ya se sabe, ese vacío que sigue al final de un amor. Un sentimiento que quizá C. no haya tenido ocasión de conocer, pero que no por ello deja de sentir a flor de piel. Yo me había retirado a la ventana para que no me viera la cara, que no estaba de ver. Cuando terminaba, me recompuse como pude y la felicité. “Es muy bonita tu canción. Sigue con ello.” C. me decía que una canción le parecía un buen regalo, que por qué en vez de cualquier tontería no se le podía regalar a alguien un concierto o un dibujo. Y tenía razón, claro. Más o menos.
Me he dejado convencer para escribir algo con motivo del centenario del conservatorio y no sé por dónde empezar. Me gustaría hablar de mi experiencia como profesor de un modo realista, sin ponerme estupendo ni salirme de mi carril. Sobra decir que sólo hablo por mí. No podría ser de otro modo: sé lo diferente que es la enseñanza de un instrumento de la de otro, cuando no del lenguaje de la música, o su historia, o la armonía. Pero sé también que hay algo común a todos los profesores dignos de tal nombre. Me refiero, naturalmente, a la vocación, que saltará sobre los sinsabores –personales, políticos, sociales– con los que todo docente ha de lidiar. El profesor que lo es sabe que trabaja con la más valiosa y frágil de las materias primas: unas almas limpias capaces aún de todo, incluido acendrar la nuestra con su transparencia:
 
“Vaya, vaya, ocho añazos”. R. asentía satisfecha. Tiene una cara redonda, muy simpática, porque ríe con toda ella, y lo hace a menudo. Cuando no lo ve claro se limita a suspirar, seria. ¿Qué duda tienes?, le digo entonces. Y sin decir palabra señala un calderón, o un puntillo. Estaba tocando una de las piezas de un método de iniciación con canciones populares que pergeñé hace unos años. Hacia el final el sonido empezó a temblar y paró. “Cógelo aquí”. La miré mientras repetía el pasaje. Noté que, aunque luchaba contra ello, había algo que le hacía reír. Bajó la flauta y sonrió de esa manera que dije, como una luna llena. “¿Pero qué pasa, qué te hace gracia?” Y señaló debajo del pentagrama, donde viene la letra de la canción, justo donde pone “matarilerilerile”. Nos reímos un buen rato los dos, contagiosamente. “¿Qué tontería, verdad?” Ella quería parar, pero no podía. A mí no me habría importado seguir así un rato, pues no hay mejor lubricante en las relaciones humanas que la risa.
He abierto una vieja carpeta con papeles del conservatorio. Listas de clase, horarios, calificaciones… Luces y sombras en la memoria. ¿Quién era JBC? ¿Quién AGM? ¿Cuánto tiempo les di clase? Si me cruzara mañana con ellos por la calle, ¿los reconocería? ¿Y ellos a mí? ¿Qué recuerdo tendrán de uno, nos recordarán siquiera? Doy ahora con unas nóminas, y con ellas vuelve la emoción con que abría el sobre con la primera que recibí. No sabía lo que cobraría. Era el año 96. Aún estaba en una nube por haber aprobado las oposiciones al conservatorio de Valladolid y era como si el sueldo fuese una propina, pues ya me sentía pagado. Recuerdo sin embargo la decepción que siguió al comprobar que cobraría poco más de la mitad que los profesores de los conservatorios entonces dependientes del MEC. Así se explicaba que muchos acabáramos agrupando la jornada en tres días y dando a mayores cuatro horas aquí y cinco allá para complementar aquel magro estipendio. Poco a poco la situación fue mejorando en todos los sentidos hasta la absorción del centro, hasta entonces dependiente de un consorcio entre Diputación y Ayuntamiento, por parte de la Junta.

Aquel curso 96/97 me cayeron en suerte (esto lo conocí al cabo de un tiempo en chirigoteras conversaciones con mis compañeros de flauta) los alumnos menos agradecidos, por así decirlo, así como ocho de 1º. Y puedo decir que aquella promoción fue la mejor que he tenido en estos 20 años largos. Sin experiencia previa, no tenía uno sino la referencia de sus distintos profesores, pero poseía en cambio incólumes el entusiasmo y la energía. Y es ese entusiasmo, junto a la vocación antes citada (si no son la misma cosa) la cualidad primera del profesor. Escribe Fernando Savater que para ser un buen maestro hace falta ser ignorante, que los sabios son malos profesores porque no entienden la ignorancia de los demás. Aplicado a la enseñanza de la música, no suelen ser los mejores profesores aquellos que viven de la interpretación, o aspiran a vivir de ella. Pueden suponer un estímulo puntual, pero rara vez saben acompañar al alumno en su largo y lento camino cuando tienen la vista puesta en el propio. No hace falta decir que es muy corto de miras el argumento según el cual quien no puede vivir de la interpretación se dedica a la enseñanza; pero también es cierto (al menos en mi caso así fue) que a menudo el profesor de música ha de aprender a sujetar primero y reconducir después sus ambiciones.

Pero hablaba de aquellos primeros niños a los que empecé a dar clase. Creo que no es trampa de la nostalgia, sino un hecho incontestable, que hace unos años los alumnos estaban más centrados, y que, a consecuencia de una creciente dispersión, quien más quien menos los profesores hemos ido rebajando los objetivos. Si la pedagogía ha cambiado es porque ha querido ir a rebufo de los cambios de la sociedad, así se dirija ésta alegremente hacia el despeñadero. No había antes tanta oferta de ocio. Esto también es un hecho (y lo subrayo por que se quiera ver que no son éstas lamentaciones de abuelo cebolleta). Que un niño de nueve años tenga un teléfono móvil más grande que el de su padre hace que todo lo demás le apetezca menos. ¿Quién va a estar dispuesto a dejarse entre 10 000 y 15 000 horas de su niñez y juventud delante del atril pudiendo estar cacharreando, quién va a estar esa media hora o esa hora de estudio diario atento a lo que hace y lo que suena y no pensando en cuánto falta para poder contestar con un “jijiji” el “jajaja” que le puso menganito o ver si fulanita le ha contestado por fin el último wasap? La cultura del entretenimiento (bonito oxímoron nos han colado) contra la cultura del esfuerzo. Y la cultura, la única cultura, como dice el poeta Julio Martínez Mesanza, es hincar los codos. 

Salgo del conservatorio con la cabeza como un bombo. Cuesta creer, visto lo poco que practican algunos alumnos, que sea ésta una enseñanza voluntaria. Vienen a clase con las manos vacías, perdida la semana. Les falta decir: Aquí estoy, enséñame.
–¿Pero estás seguro de que te gusta la flauta? –pregunto a veces a alguno.
–Sí –contesta. Como el alumno vago se vuelve temeroso y hay que sacarle las palabras con gancho, insisto:
–Y sin embargo ¿no te gusta estudiar la flauta? -Silencio.
Al salir, escuchamos las cornetas que ensayan junto al campo de fútbol la música que acompañará a los pasos de la Semana Santa. Un compañero se mofa a costa de su desafinación y su “oído obsoleto”. A mí me parece admirable que, a cinco meses para la Pascua, queden a las nueve de la noche llueva o truene, sin faltar un día, para practicar sus cuatro melodías. Si tuvieran nuestros alumnos la mitad de su entusiasmo y su fuerza de voluntad, otro gallo nos cantaría.
Aunque he querido comenzar con la alegría de C. y la inocencia de R., es difícil escapar a la sombría intuición de que siempre podría ir todo mejor, de que podríamos hacer más, alumnos, profesores, instituciones, en un sentido o en otro. Sinsabores, los hay casi todos los días:

A. lo estaba pasando mal. Le dije que dejara de tocar y hablamos. Confesó con pena que ya no le gustaba la flauta como antes. A mí me parecía que no había asumido el aumento de dificultad y exigencia del nuevo curso, y que, al no salirle, no estudiaba, y al no estudiar, no le salía. La animé contándole detalles de mi aprendizaje, inventándome algún suspenso, reconociendo pasajeros desánimos y perezas. Al menos trazamos un plan, un repertorio de mínimos para esa semana, asequible siempre que tocara todos los días. Salió más animada, pero yo hacía el nefando recuento de las veces que se me ha echado un alumno a llorar en lo que va de curso.
En tal circunstancia, la de un desánimo creciente, es común que un alumno lo acabe dejando. De diez que comienzan en 1º de elemental, tal vez cinco lleguen a 4º, de los cuales acaso dos no seguirán. De los tres restantes, es fácil que dos lo dejen en el primer ciclo del grado profesional y, con suerte, terminará el último curso uno, que difícilmente querrá hacer el superior. Leo en la revista Traversières que el buen profesor de instrumento no es el que tiene uno o dos estudiantes sobresalientes, sino aquel cuyo peor alumno tiene un nivel aceptable. No sé si voy contra mi interés al confesarlo, pero ese raro alumno con los dos comodines, las buenas condiciones y la fuerza de voluntad, sólo necesita que le iluminen el camino: casi casi lo anda solo. Pero con los otros, los voluntariosos con un oído enfrente del otro, los talentosos que viven en el alambre del mínimo esfuerzo, hay que picar piedra. Y es casi proeza algunos días esta lucha contra el rigor de la ley natural de la selección de las especies. Si no se asume desde el principio que la práctica instrumental debe ser diaria, se convierte en una montaña cuya cima se ve cada vez más lejos. Y a veces, sin duda, es mejor dejarlo. Pero siempre queda algo. No parece necesario convencer a nadie a estas alturas de los beneficios de la música y su educación en la formación de las personas, excepción hecha de algún adoquín metido a ministro del ramo, ramo bien mustio, el pobre. No se entiende el desprecio por la cultura y la educación que hemos sufrido en los últimos tiempos, y menos el de quienes más deberían mirar por una y otra. ¿Qué carrera hay que exija tanto tiempo (lectivo y de estudio) como las enseñanzas musicales? ¿No merecería el hecho de completar los 10 años del grado profesional un título homologable a los universitarios, como ocurría con el anterior plan de estudios, y no con un simple título de bachiller, como sucede hoy?

La edad con que se inician los estudios en el conservatorio está pensada para que los finalicen, caso de no repetir curso, a la vez que el 2º de bachillerato. Pero M. entró ya en 1º de grado profesional con 14, de manera que terminará el instituto faltándole los dos últimos cursos del conservatorio. Es una alumna brillante (quien lo es suele serlo en todo lo que hace), pero a pesar de ello, o por ello precisamente, vive sujeta a una presión sin tregua en cuyo cénit pende esa espada de Damocles llamada “media”. La exigida para entrar en farmacia, la carrera que quiere estudiar, es muy alta. Suponiendo que entre, como es de esperar, irá a estudiar a Salamanca. Yo le había dicho que a partir de mayo hiciera lo que pudiera. Ya tenía suficiente con el curso y la EBAU, que es como llaman ahora a la selectividad. Aún así nunca dejó de cumplir, si le mandaba un estudio, un estudio, si le mandaba dos, dos. Me pidió no asistir a las dos últimas clases. Me di cuenta de que, tras cuatro años y decenas de horas mano a mano, ya no nos veríamos. Una pena perder a una de mis mejores alumnas, sin duda la que tiene más proyección, una joven con cabeza, tesón y dos años por delante para pulir un sonido ya precioso, afianzar una digitación ya solvente, enriquecer una musicalidad natural y propia. También una alumna, en fin, de una timidez que nadie imaginaría escuchándola y viéndola tocar.

Quise reservar los cinco últimos minutos de esa postrera clase para el balance y la complicidad. “Bueno, parece que esto se acaba.” Pues sí, respondía lacónica. “Siempre se echa de menos a alumnos como tú”. Acaso pretendía yo, a última hora, profundizar en una relación que, si bien impecable, nunca se abrió a lo personal. Ella sonreía pero no decía nada. Más bien se veía que limpiaba la flauta con presteza para volver lo antes posible a su estudio. Acaso esperara yo también un poco de jabón, y di otro paso: “Espero haber sido para ti un buen profesor, que recuerdes las clases con cariño”. Ya se levantaba y enfilaba hacia la puerta. Renuncié a los dos besos de rigor. “Suerte”, acerté a decir mientras salía. Quedé taciturno. Tendrá que ser así, pensaba sin saber qué pensar, sin saber si, sonido, digitación y demás aparte, quedará algo.
Lo que queda de nosotros en los alumnos es algo que los profesores no podemos saber. Pero consuela la certeza de que, como antes se dijo, de la experiencia de la música siempre queda algo: un sentido de la disciplina y el compromiso, la palabra que tal vez lo resuma todo, una semilla que tal vez brote cuando menos se espere, y muchas otras cosas en las que acaso no reparemos, algunas de las cuales enumera, con las mejores palabras, Enrique García Máiquez en memorable aforismo: “La música me redime de las matemáticas que no sé, de los idiomas que no hablo, de lo espiritual que no soy.”
Lo que queda de los alumnos en nosotros es otro misterio. Y el hecho de no saber cuantificarlo nos hace intuir que es más de lo que nunca podríamos sospechar. No es el menor de estos dones la certeza que, como una corriente eléctrica, nos despierta cada día y nos hace pensar, atónitos como el anciano de aquel dibujo de Goya, “aún aprendo”.
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Los textos con margen más ancho pertenecen a Mitos y flautas (2013, La Isla de Siltolá) y al blog homónimo.

lunes, 17 de diciembre de 2018

ANTE LA ESFINGE


–Dime, esfinge, ¿quién soy,
el tiempo que viví o el que me queda?

–Ni uno ni otro: el segundo
que has perdido en hacer esa pregunta.


viernes, 14 de diciembre de 2018

DUENDE

Estoy leyendo en el salón. Sara, que está de zafarrancho, viene para decirme: "Me pregunta un niño de 3°, ¿Cuándo tendremos nuestro primer examen?" Lo mejor es que dejó lo que estaba haciendo para decirme sólo eso. Como vino se fue, riéndose.

sábado, 1 de diciembre de 2018

ANTE EL SERBAL


Para quien vive el sentimiento de la naturaleza, qué dulce es cuidar de ese huerto. No hace falta más. Aun en los días peores, en que desvía de él y de sí sus ojos para ver si le miran, nunca es sembrar en perdido. A quien no tenga la cualidad de gozarlo le puede alcanzar al menos esa nostalgia de lo ajeno, de lo que acaso (y de alguna manera lo intuye) fue suyo alguna vez. No es poco.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

DICE COETZE


Dice Coetze que el habla es un reflejo pálido y distorsionado de la escritura. A quien así piensa y escribe se le podría llamar “el escritor por escritor”, aquel al que dará gusto leerle (no lo sé) pero da pena oírle. Pero más gusto que leer sus novelas da leer estas tonterías en los tenidos por mejores en su oficio. No sé qué reflejo de la escritura va a tener el habla de mis hijas, que tienen ahora tres años. Es, naturalmente, al revés: la escritura es un reflejo del habla, aun del habla del pensamiento, que piensa con palabras. Los mejores escritores que hemos conocido nunca han escrito nada. Pero qué inteligencia, qué fineza en el arte de conducir la conversación y saber callar a tiempo. Ese sería el “escritor por hombre”. Nunca ganaría el Nobel.