Vuelvo
de Zazuar por la carretera nacional, que llega a León más recto que la autovía,
y además lleva más primavera. Aranda, Tórtoles de Esgueva, Magaz, Palencia,
Villalón de Campos y Albires, donde conecta con la Valladolid-León (o
Gijón-Adanero). Todo está a punto: el campo en rompimiento de verdes, el
atardecer de hora y media (lato sensu), y a mi disposición todas
las músicas del mundo. No sé los años que hace de la última vez que pasé por
aquí. Es la misma carretera por la que volvía, en el año 2001, cuando
completaba mi jornada en la escuela de música de Aranda. Entonces mi corazón
viajaba nervioso hacia I.; dos años después viajaba, también nervioso, desde S.
Escribí entonces un indefendible poema sobre esos viajes, en el
que decía que iba escuchando en ellos, uno detrás de otro, los discos de Pat
Metheny. Pienso qué sonidos quiero que se acomoden a mi soledad de hoy. Pruebo
primero con la radio. En radio 3, unas guitarras atronadoras. En radio 2, una
soprano desquiciada en una de esas arias de lo que se dio en llamar, a saber
por qué, “bel canto”. Pongo una de esas listas eclécticas de Spotify, pero me
conozco y sé que corro el riesgo de ir agobiándome por la sensación de estar
desaprovechando el momento especial. Pone todo en paz “Encounters at the end of
the world”, de Thomas Feiner, que paradójicamente es de esas canciones que te
ponen en congoja, como alguna de Jeniferever o Efterklang. Sigo con la radio de
esa canción. La alfombra amarilla de la colza mejora esta música en cuya
profundidad siento un leopardiano dulce naufragar, como con “Vile of white”, de
Trentemøller.
De vez en cuando bajo la ventanilla. El olor y los sonidos de la
pajarada son sediciosos. Paro a mear a la salida de un pueblo, junto a la tapia
del cementerio. Mis pensamientos me hacen gracia: esto es lo que necesitaba,
qué gusto, me estoy follando a mi propia meada. De vuelta al coche me imagino a
dos huéspedes del camposanto soltando ajos bajo sus lápidas: “Ya podía ese mear
a la puerta de su casa”. “Ya te digo, qué asco”.
Se puede decir que ya es de noche. Necesito una música más cálida,
algo que ya tenga raíces echadas en mí, mejor con voz. Feliz idea: “The melody of a fallen tree”, de Winsord of the derby, que siempre me lleva a The radio
dept. (la banda sonora de María Antonieta tiene la culpa). Echo a rodar
su último disco, Running out of love, de un ya lejano 2016. Un grupazo,
The radio dept., y un misterio, como el toque secreto de un cocinero, la manera
como filtran la voz, en lo que tienen algo de Pet shop boys (también en la
rítmica, como en “We got game”). Incluso los temas que parecen menos afilados
se sacan de repente, en el minuto dos o tres, un teclado, una armonía vocal, un
puente que dan “el esperado susto”, como el delantero que se saca un gol de la
nada. El colchón de fondo de “Occupied” me recuerda a Twin peaks. Y así voy tirando
de estas cerezas enganchadas hasta que llegan dos canciones seguidas que me
recuerdan por qué, además de por sonar mejor que nadie, me gusta de verdad este
grupo, “This thing was bound to happen” y “Can´t be guilty”. Y es por una
especie de frescura indefensa, una ingenuidad, un toque naif que nos ganan por
lo sencillo, como un río por sus recovecos y sus remansos de paz.