Dejo aquí la
transcripción de una lectura de poemas que realicé este 15 de agosto en Zazuar (Burgos),
el pueblo de mi mujer. Fue más que agradable. Incluyo una foto y un
vídeo con el recitado de “Sólo este momento”, cortesía de la Almu.
* * *
Coincide esta lectura con
el fútbol, y ya sé por experiencia que la poesía no puede competir con el
deporte rey. Pero intentaremos al menos pasar un rato agradable y, aunque no
pretenda demostrar nada, sí me gustaría contribuir en mi pequeño alcance a
liberar a la poesía de la imagen que a menudo se tiene de ella como algo enrevesado
y alejado de la realidad. Sí, la poesía despierta en la mayoría de los mortales
pereza, cuando no franca reticencia. Puede provenir esta última del temor a un incómodo
“exceso de confesión”; y de la pereza hacia la poesía tienen la culpa en gran
medida los malos poetas de todo tiempo y lugar que, a falta de algo sustancial
que decir, han perpetrado y perpetran un galimatías infumable para hacerse los
interesantes.
Yo no es que me tenga por
buen poeta (tampoco por malo, no me tengo por nada, porque los juicios propios
siempre son los más difíciles de hacer), pero sí intento al menos que lo que
escribo “se entienda”. Esta es la cortesía mínima que merece el lector, si bien
el hecho de que la poesía sea inteligible no es suficiente. Hay que acertar a
universalizar lo concreto y particular que sirve de punto de partida, porque se
escribe, al menos yo, sobre lo que se tiene más a mano, al alcance de los
sentidos. Si alguien se acerca a los poemas de Bécquer no creo que salga con la
idea de que aquello es complicado, ni menos aún de que no le concierne.
Es la segunda vez que leo
aquí. La primera fue hace 11 o 12 años. Hace tiempo que no leía en público, y
aunque me gusta hacerlo, tampoco es que vaya yo picando puertas. Leer en Zazuar
es una satisfacción añadida, porque juego en casa y porque este paisaje y
paisanaje, que forman parte de mi vida desde hace unos 20 años, inevitablemente
tienen reflejo en lo que escribo. Y esos son los poemas que leeré, los que
retratan parajes y experiencias que en buena medida compartimos.
Antes de empezar con la
lectura me gustaría tirar cuatro líneas sobre mi trayectoria poética que ayuden
a enfocar los poemas. Nací en León hace 48 años. Mi vocación fue tardía. De
niño leía mucho, pero hasta los 18 años más o menos no mostré interés especial
por la poesía. Empecé a picotear los libros de la casa familiar y de la
biblioteca, pero un poco al tuntún. Me fui dando cuenta de que había que
empezar por los clásicos, que lo son por algo, y fui afinando el gusto poético,
en especial con la corriente entonces dominante, que los estudiosos bautizaron
como “poesía de la experiencia”. Eran poemas sobre la noche, la amistad o el
amor, asuntos por los que un joven, como yo era entonces, fácilmente sentirá
predilección. Poco a poco me fui fijando en cómo estaban hechos los poemas que
me gustaban, y empecé también a escribir mis cosas. Se publicó un poema mío en
una revista ovetense, Reloj de arena, y fue toda una emoción y un espaldarazo
al sueño de publicar algún día un libro. Pero esto no sucedió hasta los 36
años. Envié el borrador de Quietud a la editorial La isla de Siltolá, y
a los dos días me llamó el editor diciéndome que lo querían publicar. Hoy sé
que fue una bendición no haber editado antes. Con ello me he ahorrado no pocos
sonrojos. Esos versos primerizos están donde tienen que estar, si bien alguno
sí entró, tras rigurosa poda y ramoneo, en Quietud. A los dos años salieron
el segundo libro de poemas, Lo breve eterno, y otro de prosas breves, Mitos
y flautas. Y ya por último, en 2020 se publicó Hilo de nada. Que
pase más o menos tiempo entre la edición de un libro y otro no es
necesariamente indicativo del ritmo de escritura, tiene más que ver con el
albur editorial, pero sí es frecuente que a la publicación de uno ya estén
escritos un buen puñado de poemas que irán en el siguiente. Los que paso ya a
leer están escogidos de entre los tres libros de versos. Empiezo con “Nieve en
Zazuar”, que aunque fue escrito hacia 2010, al volver a él me devuelve la
imagen de las bodegas en el temporal de la Filomena.
NIEVE
EN ZAZUAR
Sobre
hundidos lagares y adobes derrotados
pesa
un silencio blanco que hiere la mirada
y
tal vez el recuerdo. Las bodegas
semejan,
sinuosas, un palpitante mar
de
lentitud polar. En la era, abandonado,
un
carro rememora entumecido
su
carga y su jornada. Los caminos
que
su copla cobraron hoy no distinguiría,
ocultos
entre linios
de
viñas escarchadas. Las campanas
se
sacuden la nieve perezosas,
ahuyentando
palomas y sesteos
de
la tarde escogida en la que aún
caen
copos sonámbulos
hasta
la boca abierta de unos niños.
Manto
virgen, sudario inmaculado
que
pródigo nos limpia y nos devuelve
la
pulcra candidez de los principios.
La nieve tiene el poder
de devolvernos a la infancia, como las cosas que regresan de año en año. Una de
ellas es la vendimia. El siguiente poema se titula “La sangre fría”, que es una
metáfora del vino, y relata esa faena tan cansada como satisfactoria.
LA SANGRE FRÍA
Brillaban aún las
uvas
lavadas por la
aguada de la aurora,
y la baba de buey,
al primer sol,
tiraba pasarelas
fragilísimas
de cepa a cepa.
Aún vimos más señales:
las pisadas de un
corzo y el estrago
de una perdiz en
los racimos bajos.
Atacamos por
linios. Parecían
las vides otoñadas
sonreír
por dar cumplido
el fruto.
Mano a mano
medraban
los cestos. Sobre
ellos, una
escuadra
de avispas levitaba,
enajenada.
Por retraer la
faena, los más jóvenes
se lanzaban
colgajos o se hacían
untosos lagarejos.
Los mayores
de las cosas del
pueblo daban cuenta,
el habla hecha al
refrán:
“San Isidro
Labrador
buena nos la
preparó.
Todo lo abrasó el
hielo”.
Almorzamos. El pan
iba de mano en
mano, y el porrón. A la fresca
no sé qué instante
eterno nos tumbamos. Venía
un olor a tomillo
a capricho del aire. Regresamos
a la viña. Unas
nubes piadosas
del sol nos
abrigaron. Los silencios
más espesos se oían. Ya la tarde
se desangraba en arreboles mórbidos
cuando el curvo
garillo arrancó el último
racimo
indiferente.
Atemperados
los rigores de
antaño, faltó sólo
dejar la dulce
carga sin nostalgia
en manos de la
alquimia y el tiempo que conviertan
sudor en sangre
fría.
Me doy cuenta de que en los
dos poemas leídos figura la palabra “linio”. Las palabras en desuso como ésta, o
los arcaísmos y ruralismos, tienen en ocasiones una poesía que puede ser motivo
suficiente para convocar al poema. A mí me hace especial ilusión tratar de
insuflarles un poco más de vida, y más cuando, así ha de ser, van dejando su
sitio en los diccionarios a palabras nuevas que sí están en boca de la gente
(más discutible es la inclusión de formas vulgares como “asín” o de palabros
como “bluyín”, por blue jean). Igual que, según dicen, cada día
desaparecen de nuestro planeta más de cien especies animales, es posible que
alguien pronuncie en este momento alguna de estas palabras y nunca más vuelva a
ser escuchada. El siguiente poema, un soneto titulado “Otro mundo”, recoge en
los cuartetos algunas de estas palabras huérfanas, a la manera de algunos
sonetos que escribía Unamuno en los que enumeraba topónimos.
OTRO MUNDO
Serano, chupitel,
espantaburros,
ruar, esparaván,
venero, álabe,
murmurio,
lubricán, lampo, trasmundo,
brizar, lucerna,
cembo, acartujarse.
Cambembo,
parapoco, andancio, pindio,
garillo, maresía,
surto, sebe,
serondo, sonsoñar,
plúrimo, íngrimo,
quisicosa,
azulenco, adarme, puelme.
El mundo que
nombráis no es ya este mundo
de tuits, bluyines
y asín. Pero acaso,
como aquel olmo
seco, aún esperéis
vuestro milagro:
brotar de unos labios
e iluminar las
cosas un segundo
hasta el sueño en
que ya no despertéis.
El final de este poema
remite al memorable “A un olmo seco”, de Antonio Machado. Y precisamente uno de
estos días en Zazuar escribí un poema puesto en boca del poeta a través de la
técnica del monólogo dramático. Se titula “Colliure 1939”, lugar y año de la
muerte de Machado, que aunque había conseguido cruzar la frontera con Francia
con su madre, su hermano Francisco y otras personas, estaba ya muy enfermo. El
caso es que al morir encontraron en uno de sus bolsillos un papel con un verso
anotado: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Me parece emocionante
que a las puertas de la muerte el poeta escribiera un último verso tan
luminoso. El siguiente poema que voy a leer, otro soneto, aventura una continuación
de ese verso. Reconoceréis algún fragmento de otros poemas de Machado, y
referencias a su infancia en Sevilla o sus paseos por la soriana alameda de san
Saturio, de la mano de Leonor.
COLLIURE 1939
Estos días azules y este sol de la
infancia
supieron, no sé cómo, de un patio de Sevilla,
aspiraron la albahaca, la fragancia
del limonero, dulce y amarilla.
Habrá olvidado el agua de la fuente mi
nombre.
Yo también. Una jaula vacía es ya mi
vida.
Ya no mido mi tiempo: no soy hombre,
sombra sin cuerpo soy, viña perdida.
Pero cantan los pájaros y brilla la
moneda
del mar, el desde dónde, el desde
cuándo.
Cierro los ojos. Oigo temblar una
alameda,
de su mano en mi mano susurrando.
A lo lejos diviso una vereda.
Otro camino blanco voy soñando.
De Sevilla, Soria o
Colliure volvemos a Zazuar, y a lo que regresa de año en año, como los frutos
serondos, esto es, los que da el otoño, como las almendras y los níscalos.
LAS
ALMENDRAS
Por
dos, dicen, se moja en la tormenta
aquel
que se cobija bajo un árbol. Dos, veinte,
cien
veces nos llovió bajo el almendro dulce
la
cargazón cumplida de sus ramas
mientras
niño reía el vareador
(“¡son
bombas de racimo!”)
y
las manos sin tasa atesoraban
el
duro fruto entre tomillos, salvias
y
otras hierbas sin nombre, de tan pobres.
También
llovían, pródigas, sobre las tejas grises
del
caseto de piedra de don Galo,
y
a melodía triste de marimba
sonaba
su partida de la madre.
La
tarde iba muriendo. Entre dos luces
regresamos
a casa. Yo pensaba
que
aquel instante familiar y pájaro
pudo
haber sido la felicidad.
Encofradas
almendras, vuestro es el poema,
pues
sois vosotras las que habéis escrito
esta
felicidad modesta y limpia
de
colmar un canasto tan liviano,
y
un secreto en la frente de la que yo más quiero.
NÍSCALOS
Era
del año la estación dorada.
Ya
bajo, el sol
acertaba
a asomarse entre los troncos,
y
la luz del ocaso parecía
beber
de la resina de los pinos,
que
junto a enebros, robles y sabinas
regalaban
al bosque la armonía
de
su bien avenido paisanaje.
Llegaban,
amicales, mil olores
por
las últimas lluvias despertados
que
al aire puñal daban. La oropéndola
como
un sueño cruzó, callado y trascendente.
Buscábamos
el vergonzoso níscalo.
Como
graves filósofos, la vista
en
el suelo clavada, en su ensimismo,
en
silencio batíamos el sordo sotobosque.
Pocas
setas había, pues estaba
el
monte muy mirado. Ya nos íbamos
cuando
al pie de un quejigo un bulto pareció
que
al limpiarle la boina de tamuja
lució
tierno y naranja,
y
a su lado otro, y otro, y todo un corro
de
promisores brotes que la tierra undulaban.
“Busca
por esa parte”, le dijimos
al
más pequeño de la comitiva.
¿De
qué manantial hondo la tristeza
brotaba
junto a tan clara alegría?
Ahora vamos un poco más
al norte. León, mi tierra natal, comparte el paisaje castellano y el montañoso,
la Tierra de Campos y la Cordillera Cantábrica, coronada por los Picos de
Europa, tan amados por mí. El poema que leeré a continuación, “Regional
Express”, relata un viaje en tren desde León hasta Valladolid, donde trabajo,
viaje que ilustra la transición de los verdes prados de los ejidos leoneses al
adusto y agostizo paisaje castellano.
REGIONAL EXPRESS
Un
somier por cancela. Una bañera
por
norsurrealista abrevadero.
De
hundido adobe, una confusa ruina
de
qué ilusión vestigio, de qué ausencia.
El
amor geométrico de un huerto.
Turbamulta
de urracas. La llovizna
mansa
sobre la espera
de
un burro. La cebada sacudiendo
su
mantel glauco. Anónimo,
un
sinuoso arroyuelo
con
sus góticos chopos y en el cembo
unas
pintas de colza
como
zumo de sol desparramado.
Hacia
el norte, la cándida diadema
de
los montes aún rosas.
Las
vegas, las robledas, los rastrojos.
Tu
historia, tu paisaje, ya tus ojos.
Aunque nací en una ciudad
(aun siendo León una ciudad que tiene mucho de pueblo), tuve contacto durante
mi infancia con lo rural en la casa de mis abuelos paternos, en Navatejera. Una
de las costumbres que había allí (y diría que en casi cualquier pueblo o
extrarradio) era la tertulia nocturna en las calles, o “serano”, término que el
Diccionario de la Lengua Española de la RAE localiza en Salamanca.
SERANO
A eso de si son
luces o no son
luces
se sacaban las
sillas
mientras los
grillos iban afinando
y venía un perfume
que eran muchos,
el de la madreselva
y la celinda,
el del heno en la
era si se movía el aire.
Los mayores
sacaban al teatro
su eterna
quisicosa
en tanto la
celeste artillería
afilaba una a una
sus puntas de diamante.
Los niños
preferíamos la bici o la pelota
o tirarle la gorra
a los murciélagos.
Nos hacía
cosquillas el aire del verano,
ese estar en la
calle con la vida
como página en
blanco por delante.
Quién supiera ser
aún alma de cántaro.
Quién pudiera
creerse aún del aire.
Otra vez la evocación de
la infancia, ese tiempo sin tiempo en que no existe la muerte. Y entre medias
de ambas, la vida. Uno de los mayores dones que ésta nos puede ofrecer es la
paternidad. Si antes he dicho que se escribe sobre lo que nos rodea y acontece,
raro sería que una experiencia tan intensa no tuviera reflejo en lo escrito.
Por motivos cronológicos, esos poemas fueron a parar a Hilo de nada, que
tiene algo de álbum de familia. El poema que leeré a continuación proyecta cómo
sería la vida con mis hijas mellizas cuando aún estaban en el vientre de su
madre.
OS DIRÉ
Os diré lo que
haremos:
Cortaremos las letras más mayúsculas,
las haremos un ocho con ayuda de un cinco
y las colorearemos de amarrosa
para pintar de verde, por si aca, la
tristeza.
De fijo potrearemos cada sábado,
cantaremos los goles de Lionel
y buscaremos juntos a Totoro.
Le tiraréis del rabo a Polizón
y llamaréis itito al periquito.
Mamá y yo miraremos, ojos nuevos,
el pájaro, la flor, la mariposa
para enseñaros mariposa y flor
y pájaro. Os guardamos una playa y un río,
y no sé si una viña. Las estrellas
coged las que queráis, pues no tendréis
mejores confidentes.
Por mi
parte,
para que seáis buenas seré bueno,
para que no tengáis miedo seré valiente,
para que no seáis
perezosas, quejicas, frioleras
no seré perezoso, quejica, friolero.
Nel mezzo del
cammin sois
el dulce collado
que regala horizonte
y aire y más camino. Como veis
a más vida, naciendo, nos nacéis.
Pero ante una experiencia
tan absorbente como la paternidad se hace necesario, al menos para uno, buscar
momentos de soledad. Una tarde tonta de verano en la que estaba reñido con todo
decidí pasear solo hasta la presa del Arandilla, y de esa huida y encuentro
habla el poema titulado “Sólo este momento”.
SÓLO ESTE MOMENTO
No dabas tú contigo.
Caminabas
absorto río arriba hacia la
presa.
Nadie había, diríamos, allí
si nadie fuera tanto:
el agua hermana, otra y la
misma, el frágil
patinar
de zancudos zapateros
como lluvia incipiente,
el sol entre unos chopos
rumorosos
o un rebullir de insectos al
trasluz
como motas sonámbulas de
polvo,
entre otros muchos mundos.
Y allí, en aquel lugar,
te esperaba la paz que te
negabas.
No fuiste tú, tu infancia se
bañó.
Al agua confidente fuiste
echando
una a una las penas,
y ninguna flotaba.
Y fue aún mejor que el río
se hizo niño también, niña
la tarde,
niño el aire de julio al que
secaste
un cuerpo casi alma.
Y allí mismo escribiste
a punta de navaja en el
tortuoso
tronco de un salce «sólo este momento»,
tributo emocionado
al piadoso, fiel dios del
instante.
Voy a cerrar la lectura
de poemas con un inédito. Con los versos nuevos me sucede que el hecho de
verlos en otro formato, incluso con otra tipografía, me ayuda a ver más claro
en ellos; también al leerlos a otros. En la casa de Navatejera había -sigue habiendo-
un mapa relieve de la provincia de León que, desde niño, siempre me gustó mirar
largo tiempo. Me parecía fascinante la variedad de colores, y la imaginación se
disparaba con la belleza de algunos topónimos, en especial uno que es el que da
título al poema.
TRASMUNDO EN EL MAPA
Con qué intenso y secreto
placer viajaba tu imaginación
por el mapa relieve
de tu provincia amada. Se perdía
tu mirada infantil por los azules
ríos, los verdes valles, la marrón
frente arrugada de la Cordillera
Cantábrica...
Pero había un lugar
al que volvías siempre,
un punto muy pequeño con un nombre
muy pequeño también que prometía
lo infinito:
Trasmundo.
Un día he de ir
allí, me repetía
mientras imaginaba
un paraíso
de verdes
inconsútiles y gentes
que vivían en paz.
Me contarán
historias
olvidadas, desharé
el hilo de mis
días
y dormiré mirando
las estrellas.
Así, digo, crecía,
imaginando,
soñando aquel
lugar. Hasta escribí
su nombre en un
poema
ignorando de él
todo, y así sigo:
no sé qué
carretera lleva a allí,
si se alzaron sus
días
con pizarra, con
piedra o con abobe
o si se hizo ya
humo de esos sueños,
sueños, verdes,
historias que quizá
tantos años
después
aún me esperen.
Pero mejor no.
Mejor será dejar a
Trasmundo en el mapa,
posible y verdadero en ese limbo
donde juegan los sueños, como un copo
de nieve que cayera eternamente.
Para
terminar, voy a leer unas prosas localizadas en esta tierra. Raro es el poeta
que no escribe también otras cosas, a menudo prosa breve de carácter
diarístico. Mitos y flautas es, más que un diario, una miscelánea, pues
recoge poemas breves, microrrelatos, reseñas de libros y películas o notas de
actualidad. Dice Andrés Trapiello que la poesía es el cuerpo de la literatura,
y los distintos géneros los trajes con que se viste ese cuerpo. En esencia, al
menos para mí, la creación de verso o prosa no difieren en predisposición,
actitud y motivación.
SOLEDADES
Mientras
me entretengo con estas especulaciones mi suegro estará hozando en alguna viña,
cada cual buscando su soledad, donde sólo puede buscarse, él con la mulilla, el
herbicida o la tijera de podar; yo con imágenes, analogías y palabras.
CLAMORES
Las
campanas tocan a muerto. Al salir de la iglesia, una niebla invernal que se
enreda en las viñas acompaña a la comitiva camino del cementerio. Se diría que
la niebla ahonda el silencio, como, paradójicamente, el amortiguado murmurio de
las pisadas sobre la gravilla, el roce de las chaquetas de cuero, los
pantalones de pana, los abrigos de astracán. Cuando en el camposanto el cura
comienza a rociar con el hisopo el nicho equivocado, toda la dignidad del
ceremonial de la muerte se desmorona y quedan los deudos solos frente a ese
espejo insondable que sólo refleja la inexistencia, la nada.
SEGUIR
Acaso nos gusten
las cosas naturales, más que por su fidelidad, porque nos ha sido dado volver a
ellas un año más. Ellas vuelven, nosotros seguimos. Habrá una primavera que ya
no sacudirá nuestro silencio. Pero no todavía.
Le gusta a uno más
el vino desde que vendimia, y espera ese hito del año con arregosto a pesar de
que suponga hacer cientos de kilómetros durante la semana que dura la faena o
trabajar duramente mañana y tarde. Cierta callada épica individual se suma a esos
acicates, así como el puro placer por el conocimiento de tantos saberes ligados
a nuestra condición más original, a la tierra que nos sostiene.
Así hemos sabido que a las cepas jóvenes les
afecta más la sequía que a las viejas porque al tener raíces más cortas llegan
peor a la necesaria agua; o que hasta el tercer año una viña nueva no da fruto;
o que los viejos plantaban en una viña negra dos o tres cepas blancas y en una
viña blanca dos o tres cepas negras; o que la mayoría de las enfermedades le
vienen a la uva de la mucha agua; o que se trabaja menos recogiendo los
sarmientos a la que se poda que dejándolo para más adelante (“viña podada, viña
sarmentada”); o que se plantan rosales al inicio de algunos linios porque les
afectan las mismas enfermedades que a las vides, para detectarlas a tiempo. El
placer que proporciona cada uno de estos aprendizajes es doble al acompañarse
de otros como almorzar a la sombra de una sabina, terminar uno de los pagos
grandes, encontrar entre lo negro una cepa blanca que se nos despistó y beber
sus racimos a bocados o dar con la cama de la liebre cuyo sobresalto nos
sobresaltó. Y, sobre todos, el de reunirnos de nuevo en lo nuestro. Y seguir.
Ahora sí, muchas gracias.
"Sólo este momento"