sábado, 10 de noviembre de 2012

DOS PÓSTUMOS (II)

          Dos meses antes que Carlos Pujol nos dejó Tomás Segovia. Llegó uno tarde, a través de la bitácora dedicada a su obra, a este poeta de lo natural que nos dio como adehala de su extensa obra en verso estos Rastreos y otros poemas, poemario que, como el título indica, consta de dos partes que podrían conformar dos libros distintos.

          Los poemas de los “Veinte rastreos por mis lindes” son largos y digresivos, más herméticos que los de la segunda sección, pero no distintos en el fondo. Los nace la necesidad de dejar constancia, de dar fe de los márgenes de una vida que se consume: la calle familiar contemplada a través de la ventana, el soplo de una brisa, una mansa lluvia, el pausado silencio soberano…; en definitiva, una realidad que “a veces me hace seña”, volcándose “En nimios episodios fascinantes”, “Medio escondiéndose para mostrarse / (…) / Para que nunca olvide / Que se la ve mejor medio escondida”. Dicho de manera igualmente memorable, lo entrevisto se ve mejor y dura más que lo visto, en palabras de JRJ. Las imágenes son frescas y sorprendentes –rauda reja entrecortada, llama a la lluvia–; el tono, íntimo y trascendente. Nos piden estos poemas que volvamos sobre ellos, y a cada nueva relectura captamos nuevos alcances. Un poema por día no sería un ritmo lento. Pero mejor que detenernos a señalar los poemas o los versos que preferimos, venga aquí uno de estos rastreos, el segundo, demasiado extenso para reproducirlo completo:

A este tan consabido
Tan ya mil veces visto viento fresco
¿Se lo he dicho ya todo?
Él vino sin memoria
Sin saber cuántas veces vino antes
Él viene siempre por primera vez
Pero yo por desgracia por desgracia
No podría tener esa inocencia
Bien quisiera esta vez callarme
Serle del todo fiel sin ponerme a escondidas
A retozar con las palabras
Mas todo lo que ya le tengo dicho
Sigue flotando aquí como en el aire
Sigue soplando en su frescura
Sigue hablándole a él que sé que no me escucha
Porque no sé si hablo para alguien
Pero sé que no hablo para mí
(…)
Y es claro que no habrán de responderme
Ni la rama ni el viento
Mudamente enlazados en esa lucha hermosa
Está claro que nunca podré ser de su raza
Está claro a qué estirpe pertenezco
Pero yo tengo cosas que decir a los míos
Y que ellos no podrían escuchar
Sino en lo que yo digo cuando le hablo al viento
Cuando hago deserción de entre los míos
Y voy a revolcarme con las ramas
Pidiendo a todos que me dejen solo
Que ninguno me hable
Que se queden allá con sus asuntos
Con sus palabras con su algarabía
Pero si estoy aquí dando la espalda a todos
Es porque aquí no pueden estar todos
Y alguien tiene que estar
Alguien aquí tiene que hablar por ellos
(…)
Y aunque ellos no lo sepan
Si toleran mi voz de desertor
Si sólo a medias me condenan
Si me siguen teniendo entre los suyos
Cuando les doy la espalda
Y permiten que hable
Con lo que no está permitido hablar
Es porque ellos también son fieles
Es que detrás de ellos
Sigue viviendo una primera voz
Que sigue hablando con el viento y con las ramas
Es que sigue callada en sus palabras
La voz que han olvidado pero no traicionado.

*   *   *

          Los “Otros poemas” son más breves, y casi siempre desarrollan una idea concreta, por lo que resultan más accesibles. Están distribuidos en tres secciones. En la primera, de título inequívoco (“Horizonte arbolado”), tenemos noticia de un fresno, un cerezo o unos almendros, y también del azul que los baña o el aire que los mueve demostrando “Cuánta amistad tienen las cosas / Las unas con las otras / (…) / Y cómo hay en el mundo regiones perdonadas / Donde la vida puede darse / Como un transcurso en el que confiar.” Pero no menos necesario que esa luz y ese aire es el silencio que nos permite comunicarnos con la naturaleza y con nosotros: “Y es preciso apoyar / Con las uñas y dientes del deseo / Que no muera el silencio en nuestro mundo / Que nunca llegue el día en que ya no podamos / Estar a solas con un árbol / Sin más que el limpio aire entre nosotros”.

          La segunda sección, “Hay días”, da cuenta de horas de sereno cumplimiento, de días de recogimiento en los que el roce helado de los soplos del mundo “Significa el respeto que las cosas nos piden”; días para sentarnos a descansar en reverencial silencio en una apaciguada orilla, “(…) ese lugar mío / Que me ha esperado siempre en cualquier sitio”; días de frío, con el que mantiene el poeta una distante cortesía lejana a la amistad; días y lugares a los que no encontraríamos, por mil años que buscáramos, un reproche que hacer, “Con todas sus purezas reunidas y a salvo / La del puro silencio la de la pura calma / La del frescor del aire / (…) / Menos mal que podemos alguna que otra vez / Alargar el pescuezo para beber un sorbo / en estas limpideces”; hay un día también, nada menos, que para despedirnos del mar insomne y confidente.

          En la tercera y última sección, “Déjala correr”, reflexiona el poeta acerca del tiempo y su final, en el que busca el breve instante eterno, su “dosis de azul, verde y silencio / Tomada a largos tragos perezosos”, “Ese lugar donde entre yo y la vida / No hay sino entendimiento natural”. El hombre, ya con el pie en el estribo, se recuerda, con extrañeza ante aquel que “Avanzaba sin arma y sin coartada / Y desarmando toda enemistad” hacia “Aquella brisa clara aquel paisaje en vilo / Aquella hora sin dueño / (…) / Era la mano de la vida misma / La que allí me llevaba de la mano”. Se sienta en un banco, se abandona a la caricia del sol, aspira la brisa consciente de que “Tanta dulzura tan sin condiciones / Tanta culpa lavada / Podrían no tener retorno.” Poemas, algunos, que no podemos comprender aún del todo, que comprenderemos a su tiempo. Poemas para leer toda la vida, de esos que dejan en tempero el alma.

          No importa que de vez en cuando un verso rompa la natural caída del acento, o que no haya una cadencia rítmica regular (tras los eventuales eneasílabos el verso siempre vuelve a la casa del heptasílabo y su hermano mayor endecasílabo). Tampoco importa que la ausencia de signos de puntuación nos exija un mayor esfuerzo, siempre recompensado (sólo aparece uno por poema, el más prescindible desde el punto de vista del significado, el punto final); ni que cada verso comience en mayúscula, aspectos que pueden diferir su comprensión (a este respecto, puntuar los poemas es, además de un ameno ejercicio, una hermosa manera de hacerlos nuestros).

            Lo que importa es que a los poetas verdaderos como Tomás Segovia o Carlos Pujol, poetas hasta el final, nunca dejará de correrles la savia por sus versos. Hay para el arte, escribe Javier Almuzara en uno de sus asombros, quien nace viejo y quien muere joven. Y no del todo, añadiríamos ante estos dos ejemplos de lo segundo.
  

1 comentario:

  1. Valiosísimos poetas los dos. Impagable tu comentario, Sergio, gracias.Es diáfano el poema de Pujol, para leerlo con la pausa por verso, como ha de ser;mi buen amigo,la puntuación queda en suspenso pero el sentido permanece y no pierde un ápice de su naturaleza.
    Salud
    Manuel Marcos

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