martes, 10 de marzo de 2015

187

Iba a faltar el alumno de las cinco. Avisó con tiempo, pero no lo pude apañar para salir antes. Tampoco me disgustaba el regalo de una hora de asueto a media jornada, teniendo en cuenta la bonanza climatológica y el caloret. Sin perder un minuto cogí el Porchia (no, no es un coche nacido de la fusión entre Porsche y Pontiac, el sueldo de funcionario no da para tanto) y salí del conservatorio con él bajo el brazo hacia el banco de costumbre, bajo la atenta mirada de una bedel que tomaba nota. Advertí que, mediado el curso, no había pasado del medio centenar de páginas. Los de las Voces son aforismos para rumiarlos despacio, repetirlos entre labios, hablar con ellos, darles la vuelta como a un calcetín. Hay en cualquier página de estas más de lo que importa que en todo un ladrillo de los que se empeña en embaularse el personal. Y en esto, mucho en poco, los tengo por poesía. Algunos aforismos parecen versos esperando su poema. No pocos de ellos serían finales perfectos, rotundos y a la vez preñados de vislumbres. Otra idea para un libro… (quizá Juan Ramón, de haber vivido ahora). Me propongo glosar, siquiera con el pensamiento, el primer aforismo que marque con doble punto.
 
    187. Qué te he dado, lo sé. Qué has recibido, no lo sé.

Menos galimatoso que la media, me gusta, pero reconozco enseguida que es en parte por debilidad, por esa “dulce homilía de la autoconmiseración” que reprobara Benedetti en uno de sus pocos versos que recuerdo. Qué buen consuelo habría sido la frase durante aquel tormentoso amorío que nos tuvo en vilo. La habríamos lanzado como una de esas cuchilladas del poema de Piquero. Gusano este, por cierto, (no Piquero, ni Porchia, sino el de la autocompasión) que no medra sólo del fruto del amor. 

Pero, traspasada la epidermis, el aforismo se vuelve insidioso cuando, como un bumerán, hace el camino de vuelta: “Qué he recibido, lo sé. Qué me han dado, no lo sé.” Cuánta buena intención por nosotros despreciada o directamente inadvertida, cuánta amistad discreta, cuánto buen amor, se atreviera o no a decir su nombre, cuánta paternidad no menos amorosa. Lo recibido como un subconjunto de lo dado, y en este, orbitando alrededor de aquel, como espermatozoides muertos con su amor, tantas palabras de consuelo por orgullo desdeñadas, tantas palmadas y caricias tenidas por improcedentes, tantos sacrificios no valorados. Y, como decía Bejarano, otro poeta, no es posible vivir sin lamentarlo.

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