VISIÓN DE JUEGO Y RESONANCIA
El parque de San Francisco está salvajemente otoñal. Mañana
le barrerán las hojas y ya será otra cosa, pero seguirá siendo un poema, aunque
con las comas cambiadas. Una pareja de jóvenes se abraza, y nada me gustaría
más que escuchar los tópicos que se dicen al oído. Hacia el norte, las lomas de
La Candamia anticipan la emoción de toda huida. Hay a mi lado una antología de
poesía española del XVIII, parcialmente aplastada por Polizón, que ronronea al
sol de diciembre mientras mi padre le llama. ¿Se podría hacer poema de todo
ello, el poema de la naturaleza, el del amor, el del viaje, el familiar, el de
la propia poesía? Se podría, pero no es fácil. Hay virtuosos del azul, orfebres
del amarillo, sensitivos del verde, pero pocos poetas con una paleta multicolor,
enriquecida además por mezclas propias e intransferibles.
Rodrigo Olay (Noreña, Asturias, 1989) acaba de
publicar un libro, más que multicolor, poliédrico. Por eso no es fácil hablar
de él sin dejarse cosas importantes. Unos preferirán al poeta amoroso y
viajero; otros –es mi caso– al poeta familiar y al que juega con las palabras,
muy en serio, naturalmente. Esos juegos suyos, escribir una cuaderna vía como
Berceo o un soneto ajedrecístico como Borges, más que nada agradecimientos de
bien nacido, le han podido valer otras veces la fácil losa de epigonal. Si alguien tuviera
ahora preparada esa piedra, la tendrá que dejar caer con disimulo.
No creo que sea intencionado que a un soneto en
consonante siga un poema sin signos de puntuación, que a uno que encierra con
concisión un instante siga otro digresivo, con saltos en el tiempo marcados
entre corchetes. No creo que sea decisión, sino consecuencia de quien conoce la
tradición –las tradiciones– y ha sabido entresacar lo mejor de cada una para
terminar haciéndola suya. Para eso hace falta ser inteligente, pero sobre todo
ser poeta. Hay en ello ambición en el mejor sentido y amplitud de miras. Visión
de juego, diríamos en modo futbolero. Olay sería ese media punta que hace jugar
a los demás, los lectores que agradecen lo mismo la intertextualidad que el
hecho de que se les deje entrar en el vestuario y hasta mirar en su taquilla. Sabe que a la emoción sólo se llega, y sólo se hace llegar, desnudando la mirada. Y no tiene que demostrar nada. Si
da un taconazo o hace una rabona no es por alarde, sino por el placer de hacerlos o porque era la solución
natural de la jugada.
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