viernes, 15 de junio de 2012

EL AUTOR SE CORTA LA COLETA (Y II)

Si en la última conseja estábamos decididos a cortarnos la coleta literalmente, en esta relación, rescatada del mismo cuaderno, no llegaremos a tanto (¿o quizá sí?) El caso es que ni aun así consiguió uno no salir trasquilado.

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De las servidumbres que ha comportado indefectiblemente el paso de uno por la vicaría, la más humillante ha sido sin duda la de tener que realizar el llamado curso de preparación al matrimonio. Se preguntaba uno qué tipo de información que no poseyera recibiría allí para estar definitivamente preparado para el himeneo. Iba a consistir dicho curso en cinco charlas de una hora y media cada una, de lunes a viernes, impartidas por feligreses de la parroquia y enfocadas a distintos aspectos de la vida marital (legalidad, sexualidad, etc.) Imagino que la mayoría de nosotros sólo deseábamos que el aro por el que habíamos de pasar no fuera demasiado estrecho. Pero no sólo lo fue, sino que además estaba rematado de espinas, pues, a lo que se ve, si Cristo sufrió su calvario por nuestra culpa, justo era que, para poder casarnos, lo sufriésemos nosotros también. Y es que íbamos a padecer un intento de adoctrinamiento como ya no creímos que pudiera suceder en el año y aun el siglo en que vivimos.

Así que llegamos el primer día y fuimos presentándonos por parejas (unas veinte). La sensación unánime de rebaño flotaba en el ambiente. Enfrente teníamos al párroco, de paisano, y a un pulcro matrimonio cuyos miembros, a pesar de frisar la cincuentena, se esforzaban en el tono y el lenguaje en mostrarse cercanos al auditorio, de una media de edad de unos treinta años. De la exposición de sus experiencias e intimidades no extraje conclusión alguna más allá de que los trapos, más limpios, más sucios, se han de lavar en casa.

El segundo día compareció un hombre de mediana edad que hablaría de sexualidad. Curiosos ante las posibilidades de tan motivador tema, poco a poco íbamos comprendiendo que el orador resolvía la papeleta dividiéndonos en grupos y planteando cuestiones que debatíamos, limitándose a desempeñar el papel de moderador. Estábamos lejos de suponer que ese era el mejor trato que podríamos recibir.

Al día siguiente apareció una mujer de unos cuarenta años vestida como si tuviera veinte... hace veinte años, que nos iba a informar acerca de los métodos naturales de contracepción (y ciertamente se ciñó a ellos, pues ni aun de refilón se dijo una sola palabra del condón en toda la tarde). De primeras, se confesó “ferviente usuaria" del método ojino, cuyas excelencias ponderaba sobre cualquier otro. Sus explicaciones, con frases que rara vez terminaba, provocaban general sonrojo. Cuando al cabo de una hora de circunloquios fue interrumpida por una novia, matrona de profesión, que cuestionó sus anacrónicas teorías, que tenían la misma base científica que el mal de ojo, no fue capaz de salirse del guión. Aquello fue una pena.

Lo que no imaginábamos es que la cosa podía ser peor. Y vaya si lo fue. El cuarto de la semana resultó ser un morlaco de la ganadería de Escrivá de Balaguer, que salió de toriles bufando con un volumen y un tono de voz intimidatorios. Su abnegada esposa, sentada en una silla con la cabeza gacha, no dijo ni mu, limitándose a asentir de vez en cuando como uno de esos perrillos articulados que reposan sobre la bandeja de atrás de algunos coches. Este sujeto nos habló de la Biblia. Para una más creíble representación, se había preocupado de colocar sobre la mesa un ejemplar, que golpeaba sonoramente de vez en cuando para apoyar sus palabras, y un crucifijo. Su interpretación del libro sagrado era bien conocida: todos nosotros no éramos sino unos pecadores indignos del sacrificio que Cristo se impuso por la salvación de nuestra alma, y nuestra vida debía tener como fin primordial el pago de esa deuda... impagable. Desde mi infancia no había escuchado tantas veces la palabra pecado. En el límite del paroxismo, en un momento dado empuñó la cruz mientras se encaraba con nosotros exigiéndonos pureza. (A todo esto, el párroco permanecía tranquilamente sentado como si tal cosa). Aun haciendo tiempo que el energúmeno se había pasado de la raya, sólo entonces se atrevió uno a levantarse y abandonar el aquelarre.

El último día no habría charla. Estaría sólo el cura, que nos entregaría por fin el requerido certificado. Al pedir nuestra opinión sobre el curso, la protesta fue ponderada pero unánime, como la conclusión de que si lo que se pretende con estas cosas es acercar a los jóvenes a la iglesia, lo único que se consigue es lo contrario.

        P.D: Para los futuros esposos: el curso, según supe luego, no es obligatorio como nos había dicho el cura que nos haría el expediente. A sumar, pues, a la mala praxis, el agravante de la desinformación interesada.        

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