Entrábamos en el Trianón o en la Tropicana como
quien entra en el cielo, sin sospechar que el cielo no eran ni la Tropicana ni el
Trianón, sino nuestros 15 años. La entrada daba derecho a una
consumición, aunque para las copas de importación había que pagar. Como no
estaba en el ánimo de ninguno de nosotros gastarse un duro más de las 300
pesetas de la entrada, guardábamos ésta como oro en paño en una de esas
carteras grandes con velcro que se usaban entonces. Lo primero era dar una
vuelta de reconocimiento para ver los grupos de chicas, con miradas de soslayo
a los reservados, y una vez asentados en la ubicación más prometedora
empezábamos a bailar. Eran los primeros 90 y en las discotecas sonaban Snap,
Technotronic, Vanilla Ice o C+C Music Factory, grupos pioneros del hip hop a los que no se
les ocurría sacar los pies del tiesto, esto es, de la pista de baile: bajos envolventes y adictivos, a menudo sintetizados, y seductoras
cajas de ritmos que en nada hacían presagiar la cencerrada que se avecinaba con
Chimo Bayo y otros maquineros. Pero esa es otra historia que, como diría
Unamuno, “me llevaría lejos.” Las luces, que invitaban a dejar la mirada perdida o a ponerla borrosa, alimentaban la ilusión de que nos verían como veíamos a los demás, más deseables y guapos, idealizados, porque, de tan fragmentarias, ayudaban a ver lo que se quería ver. Una vez se rompía a sudar y se establecían acaso
los primeros contactos, aunque hablar, lo que se dice hablar, se hablaba poco, íbamos
a la barra a por los Martinis. Era el momento de intercambiar impresiones y
decidir si volvíamos al mismo sitio o echábamos las redes en otros caladeros. Y
aquí cabe decir que si alguno del grupo tenía plan, o medio plan, se hacía lo que él dijera. A todo esto, la música se iba poniendo
cósmica, y con suerte sonaban Guru Josh o The KLF. Habría, seguro, pasteladas y
canciones de moda, como en cualquier época, pero a qué bar o discoteca iríamos
hoy para disfrutar de una pinchada como aquellas, aunque ya sólo meneáramos el
cogote. Eran los tiempos en que OMD o Dire Straits eran número uno en Los 40. Se acercaba la hora de las lentas y había que ir concretando. Magnífico
signo de los tiempos éste de las canciones lentas, no menos prehistórico que
los guateques. Un insólito silencio al finalizar un tema era la tácita señal a
la que nos olvidábamos del grupo y pedíamos bailar a la chica que nos gustaba.
Los que no tenían pareja todavía daban una vuelta a la desesperada, y era
penosillo vernos así solos sin poder bailar ni hacer otra cosa que retirarnos hacia
la pared o mirar a las apabardas. Claro que también se podía pedir bailar a
alguna chica que no nos gustaba porque sí, mitad por uno mitad por ella, y ya abrazados soportar
acaso un silencio peor que las más tópicas palabras, o apoyar la barbilla en su hombro y cerrar los ojos pensando en la chica a la que no podríamos ver hasta el lunes en el recreo.
Nomad: "Devotion" (1991)
No hay comentarios:
Publicar un comentario