Si las tutorías constituyen una
escuela paralela para padres y profesores (los alumnos van demasiado fuera de
sí para aprender algo), la que se hace al final de cada trimestre para entregar
las notas es toda una experiencia antropológica. Ahí suele aparecer el alumno,
hecho un flan, con uno de sus progenitores, a veces los dos, y si no hay más
remedio con algún hermano. Vaya por delante que los padres que matriculan a sus
hijos en el conservatorio suelen ser respetuosos y cabales. No es ésta una
enseñanza obligatoria ni gratuita.
En veinte años he visto de todo:
entre los alumnos, suspiros de alivio ante un 5 por el que no daban un duro,
miradas bovinas que imploran un paliativo verbal ante un suspenso sin
paliativos o ese indignante fariseísmo gestero al oír ante sus enmudecidos
padres, haciéndose de nuevas, la retahíla que llevan oyéndome tres meses,
retahíla que en el 99% de los casos se puede resumir en el mantra "hay
que tocar todos los días" (la clase antes de la evaluación estos alumnos suelen hacerse de miel). Y entre los padres, los que van solos y se desmoronan
al reconocer que no pueden con su hijo, los que no disimulan su indiferencia y
los que se preocupan porque su hijo ha bajado al 7.
No puedo estar contento. El primer trimestre
se saldó con 7 aprobados y 10 suspensos. Los profesores siempre estamos
quejándonos de que los alumnos antes estudiaban más, de que estaban más
centrados. Fantaseamos con una justiciera escabechina, pero a la hora de la
verdad la mano acaba dibujando un desganado 5. Nadie podría explicarlo mejor
que John Benjamin Toshack, el entrenador filósofo: "Los lunes siempre
pienso en cambiar a diez jugadores, los martes a siete u ocho, los jueves a
tres, y al final acaban jugando los mismos once cabrones de siempre". Es
complejo. Todo ha cambiado muy rápido. Es un hecho que si antes en 1º de
lenguaje musical se daban las tonalidades, la subdivisión ternaria y patrones
rítmicos como la negra con puntillo-corchea o el tresillo, hoy no se ve ninguna
de estas cosas, y en las que se ven se profundiza menos. La nueva pedagogía
tiene un enfoque, digámoslo así, más centrado en la psicomotricidad, y donde
antes se medía mirando la partitura y marcando el compás con la mano, ahora se
hace con palmas, pies o lo que sea sobre una melodía oída. Y así nos va. La consecuencia:
la mayor parte de la clase de instrumento, a veces toda, empleada en enseñar a
medir.
Pero es sólo una pequeña parte del
problema. Si la pedagogía ha cambiado es porque ha querido ir a rebufo de los
cambios de la sociedad, así se dirija ésta alegremente hacia el despeñadero. No
había antes tanta oferta de ocio. Esto también es un hecho (y lo subrayo porque
se vea que no son éstas lamentaciones de abuelo cebolleta). Que un niño de
nueve años tenga un móvil más grande que el de su padre “para chatear y ver
vídeos” hace que todo lo demás le apetezca menos. Quién va a estar dispuesto a
dejarse entre 10000 y 15000 horas de su niñez y juventud delante del atril
pudiendo estar cacharreando, quién va a estar esa media hora o esa hora de
estudio diario atento a lo que hace y lo que suena y no pensando cuánto queda
para poder contestar con un “jijiji” el “jajaja” que le puso menganito o ver si
fulanita le ha contestado por fin el wasap de los emoticonos.
El alumno que es bueno acaba
tocando, pero si de mi primera promoción, de siete alumnos sólo lo dejó uno,
sospecho que hoy sólo terminaría uno y lo dejarían seis. La cultura del entretenimiento
(bonito oxímoron nos han colado) contra la cultura del esfuerzo. Y la cultura, la
única cultura, como dice el poeta Julio Martínez Mesanza, es hincar los codos.
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