Son ya tres días danzando y van entrando ganas de
volver al redil, a las costumbres y a la familia, a las sábanas y al agua
caliente, a las zapatillas y el sofá que tan bien nos conocen. Cuántas veces no
fantaseó uno con vivir aquí como un Jeremiah Johnson, bajando al pueblo sólo lo
necesario, en lo más crudo del invierno. Es tal vez esa fantasía de una vida conmigo,
vida que pudo ser, que no podía ser, la que sitúa a Fray Luis por delante de
San Juan en mis afinidades electivas. Venir aquí tres o cuatro días dos o tres
veces al año no es un sucedáneo de aquel anhelo juvenil, es la manera más fehaciente
que ha encontrado uno de acercarse a la espiritualidad. Lo digo sin fatuidad ni
vergüenza, sin envidiar ni denostar a quienes han encontrado otro camino, con
la naturalidad de quien desearía sobre toda cosa que aún estuviéramos a tiempo
de ir a los demás con el corazón en la mano.
Me espera el coche en Poncebos, junto al puente de la
Jaya. Sólo una vez bajé por aquí. Tendría trece o catorce años. El camino
directo, siempre en dirección norte hacia Bulnes, va al principio paralelo al
que lleva a la Terenosa. Se va bien salvo por algún nevero que, estando en las
hondonadas y algo separado de la roca que le precede, obliga en el primer paso a
saltar sobre esa grieta o rimaya y confiar en que la nieve no se hunda. A
medida que se baja va habiendo menos roca y más vegetación. El camino se cierra
y da en una explanada en que yacen las majadas de Camburero. Y como siempre que
se llega a esta clase de ruinas se deja uno llevar por la fantasía e imaginarse
en ese mundo extinto no hace tanto, en cómo serían las vidas de quienes pasaban
en tan inhóspito paraje buena parte del año. Entro en el menos derruido de los
chozos. Aquí el jergón, aquí la chimenea, colgado de esta punta el morral;
sobre esta piedra que sobresale a propósito (seguro que tiene un nombre) la
llave o el tabaco. Salgo medio cegato y me ortigo. Me pongo, mejor tarde que nunca, el
pantalón largo.
Aunque está mayormente nublado hace bochorno, y en este
minúsculo circo no corre nada de aire. Ahora el camino gira a la derecha y baja
de manera más pronunciada. Aún queda por salvar lo mayor de los 1800 metros de
desnivel que hay del refugio de Urriellu a Poncebos. Lo que hace tan poco
transitada esta senda es que transcurre, de Camburero a Bulnes, junto al cauce
del río Tejo, que en este año tan lluvioso baja con mucha agua. Los resbalones
son continuos, y con el barro el dibujo de las botas ha desaparecido. Hay que armarse de paciencia y agarrarse a lo que se pueda, hierbas o rocas, porque otro camino
no hay. Asumido que llegaré a Bulnes hecho unos zorros, echo el culo a tierra a
menudo. Por lo menos así evito las costaladas. Pasada la canal de Camburero, el
camino retoma la dirección norte, y la cosa mejora. El río crece, y
aunque hay que continuar por su cauce y cruzándolo constantemente, la
inclinación disminuye, y con ella el riesgo de resbalar. Es la canal de Balcosín,
que da también nombre al río que encarrila. Después de tanta bajada sin tregua
se agradece la llana vaguada en que la canal muere, exultante de vegetación.
Hay malvas, pisameriendas, anises llenos de sírfidos, orquídeas… Sólo se escucha
el sedoso resbalar entre la hierba del río, que no puede sospechar que pronto
va a caer en cascada y a precipitarse sin descanso hasta unirse con el Cares.
Llego a Bulnes y no estoy preparado para el
dominguerismo que ha deparado el funicular. Las terrazas de bares y
restaurantes no dan abasto. Me siento a comer en la hierba, a la sombra de un
fresno junto a la ermita. Me quedo descalzo y me doy el lujo de cambiar la
empapada camiseta que llevo por otra seca, que bastante me importa que esté
sucia. Me pongo de nuevo el pantalón corto. Lo que queda es ya una bajada de 40
minutos por un ancho camino de piedras. Es el momento de dar sepultura al resto
de la comida. Al primer trago suelto, la costumbre, un eructo redondo. Me doy
cuenta entonces de que los clientes del Bar Bulnes, La casa del puente, Casa
Guillermina y alguno más me miran como a un marciano. A uno que lo hace de modo
continuo e impertinente me quedo mirándolo hasta que aparta la vista. Luego ya
no levanto la cabeza de las viandas hasta que termino con todo. Es el momento
de empezar a recuperar los tres kilos que habré perdido en estos cuatro días.
El sol se ha hecho dueño del cielo y machaca con su consabida canción en la
hora cenital. Bajando por la riega del Tejo me cruzo con los que suben, alguno
en sandalias. “Ay les chancles”, recrimina un joven a su desprevenida compañera.
A mitad de la riega sale del camino un estrecho sendero
que baja más directo y pegado al río. Hay a su inicio unas piedras alineadas
que parecen cerrar el paso. Me apetece conocerlo y sigo por él haciéndome
prometer que si ofrece dificultades daré la vuelta y seguiré por el principal.
El estrecho congosto está practicable siempre que se vaya atento, pues en algún
punto se ha derrumbado algo de tierra y obliga a dar una zancada. Por lo demás
es un precioso zigzagueo entre avellanos, de fondo la melodía creciente del río cada vez más cercano. Al llegar al Tejo antes que el camino
principal, la sensación de soledad y belleza invita al abandono. Es un lugar –otro–
idílico. El calor es mucho y la llamada del agua, avivada por la sed que a su
vez aviva, invita al baño. Sobra decir que el agua corta. Tras una modesta
cascada, se forma una poza a la que calculo, en su parte central, metro y medio
de profundidad. Apetece y da respeto. La logística no ofrece impedimentos. Si me
meto en gayumbos, luego me los quito y voy sólo con el pantalón. Lo más
engorroso es la entrada y salida descalzo. Pero como el coche está ya muy cerca
y en él hay unas sandalias, me puedo permitir bañarme con las botas.
Ahora sólo falta reunir todas las ganas antes de perder el calor y saltar desde
una roca al pie de la poza. Ni el espacio da para largos ni la temperatura del
agua para permanecer en ella ni un solo minuto. Salgo bufando, pero nuevo. Me siento en la
misma piedra al sol. Al otro lado del Cares, la culebreante carretera a
Camarmeña. Enfrente, la difusa senda de la canal de Dureyo, que comunica con
Amuesa a la altura de… Y así van enlazándose los caminos, como van enlazándose los
días, colgando unos de otros. Este río, estos argayos, estas montañas saben que
los amo, y por eso no tendrán mi ablución por falta de respeto. Me despido de
todos. También de mí, aunque a mí vuelva.
Río Tejo |
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