domingo, 12 de agosto de 2018

DIARIO DE ARENERAS, II


Mientras desayuno, el guarda más joven me informa del estado de las montañas y los collados este año en que ha nevado tanto. Me gustaría probar con un pico al que no haya subido, como hace un año con la Párdida, al que ascendí junto con las dos cimas del Neverón. De Cabrones, mi idea inicial, me dice que en el punto en que el camino gira para embocar la chimenea que llega a la cresta hay mucha nieve acumulada. Es cruzar un nevero de apenas cuatro metros, pero si el desnivel sin nieve es del 50%, con nieve es del 70, y el problema son los 200 metros de caída, “encima con estos tejidos sintéticos, que resbalan como la madre que los parió. Nadie lo ha subido aún por ahí. Sí por la otra cresta. Con cuerda, claro.” Cerredo sí se sube, pero habría que volver por el mismo sitio dado que la horcada de don Carlos está también mal para pasar. Las rimayas a ambos lados del nevero son muy estrechas, y por el medio presenta un desplome debido a una visera que formó el viento. Otra opción son los picachos que quedan junto a la collada Arenera, paso hacia Urriellu, al otro lado del Neverón. Son cinco cumbres muy próximas en las que en algún momento hay que hacer alguna trepadilla. Me decanto por ella.
Dado que salgo del refugio de Cabrones a las 9:15 y tengo todo el día para llegar al de Urriellu, donde dormiré, decido no ir por el camino directo, sino rodeando por el Jou Negro. Van delante los irlandeses. A uno de ellos le debo el haber dormido unas 4 horas a ratos de 20 minutos. Era sin duda un ronquido de varón. Habiendo cuatro, mis candidatos son tres, pues es imposible que quien anoche cantaba con tal sentimiento roncara a las dos horas con tal zafiedad. La media de edad del grupo ronda los 70 años, y pretenden subir Torrecerredo (más tarde sabré por ellos que no llegaron a la cumbre). De vez en cuando uno de ellos grita avisando a los de abajo de la roca que su pie ha hecho desprenderse. No me hace gracia ir detrás de ellos, como no me gusta conducir detrás de otro vehículo. Veo un nevero que sube hacia la izquierda en dirección a la collada Arenera. Es bastante tendido. Tanteo la nieve, que está perfecta, ni blanda ni dura. Me atrae la nieve, su camino sin camino como el futuro de un niño, la textura de su silencio, un silencio más hondo que el silencio, como si lo hiciera resonar igual que refleja la luz. También la sensación de soledad es mayor, pero es esa soledad que acompaña mejor que nadie y nos pone en contacto con algo o alguien que acaso sea ese yo más nuestro, el que guarda prendas de la niñez. Voy jugando tan feliz sabiendo que por cualquier sitio voy bien (borrando los caminos, todo el nevero es un camino uniforme), hasta que miro hacia abajo y veo a la pareja de holandeses. Están en el punto en que dejé el camino, parece que mirando el plano. Desayunando hemos visto que hasta el collado seguiríamos la misma ruta y han tirado, a una distancia prudencial, detrás de mí. Mala referencia, hoy que me he puesto a robinsonear. Al cabo de unos minutos deciden seguir mis huellas en la nieve. Ya no es lo mismo. Inconscientemente voy buscando el camino más corto, los pasos más tendidos; levanto un par de hitos en los sedos dudosos entre dos neveros… Esto se empieza a parecer a esto. Tardo dos horas en llegar a la collada Arenera, hora y cuarto más de lo que se tardaría por el camino directo.
Estoy a 2273 metros. Tengo encima la primera de las torres del mismo nombre, a poco más de 100 metros de desnivel. Rodeo la peña por la izquierda hasta una brecha que desemboca en un hombro desde el que se accede a las cinco cumbres llamadas de Areneras, muy próximas entre sí. Pero antes de llegar a esa terraza sale otra canaleja a la derecha que llega directa a la primera de ellas. Hay que trepar algo. No es difícil siempre que se esté acostumbrado al terreno (tantear bien cada agarre y apoyo debido a la piedra suelta, no pisar piedrecillas sobre roca, intuir la que se puede mover y la que no), pero hay que ir con los cinco sentidos, pues las aristas son muy aéreas y la caída a ambos lados no daría una segunda oportunidad. En la estrecha cumbre, liberada la tensión, como algo y hago fotos. Ya se divisa el cordal del Naranjo, con la peña Castil detrás, los Tiros de la Torca, la Collada Bonita, la Morra, los Campanarios, los Tiros Navarros y ya Horcados Rojos, el Tesorero con los Urrieles, los Picos de Arenizas, las Horcadas de Arenizas, Caín y don Carlos, los picos del circo de Cerredo –Boada, Torre Coello, Tiro del Oso y Torre Bermeja–, la Párdida, el Neverón, el Pico Cabrones con el macizo occidental y Torre Santa detrás, los Dobresengros, la Collada del Agua, los Cuetos del Trave, y, ya muy cerca, pegado a la quinta de las cimas de hoy, el Neverón del Albo. A su derecha, y antes de cerrar el círculo, la franja desvaída del Cantábrico, a apenas 25 kilómetros.
Regreso al hombro desde el que subo, casi andando, las dos siguientes cumbres, cada una más alta que la anterior. En la tercera me tumbo. Se está tan a gusto que me quedo entrevelado. Para la cuarta, sin estar lejos, hay que bajar y luego subir, no se ve claramente por dónde, y de la cuarta a la quinta lo mismo. Mitad por pereza, mitad por no estar en mi ánimo complicarme la vida, decido bajar. Ya casi en la collada veo un pájaro sorprendente. La cabeza y el lomo son de un gris plomizo, la cola de un negro muy vivo, por paradójico que esto parezca, y las alas tienen ribetes de un rojo casi granate. A pesar de ser poco más grande que un gorrión, vuela pesadamente, como un murciélago o una polilla grande, y se agarra a la roca pelada y vertical para subir por ella no se sabe cómo. Es silencioso, como sólo puede serlo quien vive en estas soledades. Imagino que su canto tendrá un solo tono, y que será conmovedor.
Desde la collada Arenera bordeo, en ligero descenso, los neveros de la Corona el Rasu, atravieso la Brecha de los Cazadores y llego al refugio de Urriello sobre las 3. Como un peregrino, me dispongo a perecear toda la tarde con la tranquilidad de que no hay ninguna prisa para nada. Como, pongo la ropa húmeda al sol en un murete cogida por unas piedras, hablo con la gente, tomo estas notas y hasta pido una cerveza y algo para picar (el precio de la bolsa de patatas es escandaloso, así que pido un “revoltijo” de frutos secos, del que hay que retirar los cacahuetes, que están rancios). Me entero de que el pájaro es el treparriscos, que sólo vive en alturas superiores a 2200 metros. Van llegando grupos de gente, entre ellos los irlandeses, desmadejados. No han subido Torrecerredo pero mañana quieren hacer una ruta ante cuyo relato voy abriendo cada vez más los ojos. “Strong, very strong, nine, ten hours”, me lanzo a vaticinar. En la cena me siento con ellos.  Me acuesto pronto por si les han puesto en mi barracón, para que el primer ronquido sea en castellano y escuchen ellos también algo de nuestro folclore.   

Treparriscos

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