Hoy el gallo ha cantado más temprano. Exactamente a
las 6:12. Más que un canto extasiado de buenos días ha sido un gallináceo quejío,
entrevelado pero suficiente para que el padre, que duerme, perruno, con una oreja
levantada, llegase hasta la cuna para poner en su boca el correspondiente
chupete, que brillaba en el suelo. Como casi siempre, el padre ya no ha vuelto
a dormirse, y así ha podido regocijarse cada una de las tres veces que la madre
ha pospuesto la alarma del móvil. Y se regocijaba este padre del marmotismo
materno (el matermotismo) porque anoche leímos esto, y bien que nos reímos,
naturalmente, de ese “naturalmente”. Cuando a las 8 la madre se ha marchado al
colegio, y dado que los gallináceos cloqueos de Laura no iban a más y que
Andrea duerme como un ceporro, el padre ha abierto de nuevo ese libro y entre
sus etcéteras miraba al techo pensando por qué su vida familiar, que todo lo
llena, tiene tan poca presencia en lo que escribe, y hacía, el pobre, propósito
de ver, de separarse y ver el grano (la gracia entrañable de ese marmotismo, las
posibilidades de ese chupete luminoso) en tanta supuesta paja, de dar voz y
palabras a sus etcéteras.
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