Estaba la tarde muy mala para vendimiar, con un calor
pesadote, sin pizca de aire. Ya no sabía si era mejor quitarme la gorra o
dejarla puesta. Con el sol mayormente en el cogote y la visera hacia atrás, era
escoger entre cangrejada en el occipucio o sudada caribeña. No está bueno el
año. Mi suegro lo advertía cada vez que le preguntaba. “Buah, de esta… nada”.
Como es la canción de cada año, yo no me creía una palabra, pues sobre el
terreno, puestos en faena, siempre acabo oyéndole: “Pues el caso es que no está
mala la viña, hay buenos racimos, sí”. Pero esta vez iba en serio. Donde el año
pasado cogimos 9 cajas, este sacamos 2. La causa, una helada pavorosa en mayo y
la falta de lluvias.
Éramos él y yo mano a mano, y eso lo hace menos
entretenido. Que se cogiera menos uva no lo hacía más descansado. Al contrario:
coge el canasto medio lleno y pósalo junto a una cepa con dos colgajos, vuelve
a cogerlo hasta la siguiente, con medio racimo, y a posarlo, y así. Tampoco es
cuestión de dejar los colgajos, pues si ya hay poco y no se cogen…, a más que
“cuatro colgajos hacen un racimo”. Para más inri, los tallos estaban verdes,
con lo que había que usar el garillo, lo que lo hace más lento. Y no me quejo
más, que veo que mi suegro me está inculcando el fatalismo amarrategui del
hombre del campo.
Yo tenía esa tarde una ilusión. No quería pensar en
ello, pero esperaba una llamada. Sin embargo, a cada linio que caía iba viendo
que no sería para mí. Entonces sonó el teléfono. No era la llamada que
esperaba, pero daba cuenta de otra más limpia ilusión. “Sergio, hola, soy
Clara”. Era mi alumna, esta alumna. Estaba eufórica porque le habían propuesto
cantar con la guitarra algunas de sus canciones como telonera de un grupo.
Llamaba por si me apetecía ir. Al guardar el móvil en el bolsillo, vi que había
en la cepa que estaba vendimiando un pequeño nido con dos huevos sin abrir. Era
una obra perfecta. Absorbido por mi preocupación, estaba cogiendo las uvas sin
advertir en aquella maravilla que tenía a unos centímetros, en ese poema
redondo. Qué derecho tenía a quejarme, yo que ya me daba a la dulce homilía de
la autoconmiseración, ante aquellas dos vidas malogradas antes de ver la luz,
ante tantos anhelos ahogados. Ahí había un poema, qué duda cabe, y vi entonces
que no vale menos un poema que un libro.
Qué buen "alimento"la mezcla de sensibilidad y realismo narrativo.
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