“En la cantina de la fonda, con las moscas algo más
sosegadas que de día, unos paisanos, tentándose el cogote y las orejas,
hablaban pausadamente ante sus vasos de vino.” Así termina Donde Las Hurdes se llaman Cabrera, en el que Ramón Carnicer,
leonés de 1912, daba visibilidad, como se diría hoy, al retraso de una de las
regiones de su país. Con ese libro, regalo de un amigo, tuve el privilegio de
entrar en una de esas pocas voces del siglo XX en verdad únicas y tocadas por
la gracia del castellano, como las de Delibes, Jiménez Lozano, Ferlosio y pocos
más. Ya no se escribe un castellano así.
Hace unos días me encontré en la preciosa librería
Chaminé da Mota de Oporto con otro libro suyo, Las personas y las cosas, una miscelánea que, a modo de artículos
de costumbres, disecciona actitudes e inventos, comportamientos y modas, cosas,
en fin, de un tiempo, 1973, que a veces nos parecen de hoy mismo y otras, más
que remotas, salidas de un sueño. Es inevitable que un libro así, tan pegado al
presente, envejezca antes que otros. Pocas chisteras se ven ya en los salones
de baile (y pocos salones de baile también); el trámite aduanero en Andorra pasó afortunadamente
a mejor vida; y ya no es masiva la costumbre de enviar christmas por Navidad. Sin embargo, ante lo que no caduca, parece
que estemos leyendo el periódico de hoy, y nada estorba a la sonrisa en las
páginas dedicadas al contrabajo, ya de cuerda, ya de viento (así se conoce
también a la tuba), al pormenorizado análisis del estrago pilológico o a la
liturgia de los bebedores rituales.
En unos y otros ensayos nos sentimos acompañados por
un amigo. Fallecido en 2007, Ramón Carnicer escribe desde una bonhomía desengañada
e irónica, pero nunca satírica. Su humor, o mejor, su humorismo, no es de puntazo, sino sostenido. Es el primero del que se sabe reír, y al
hacerlo con otros jamás es impío. Su socarronería encuentra apoyatura en una
adjetivación de la que es, quizá con Pla, maestro absoluto. Va de ejemplo: “humor
muscular”, “maridos garañónicos”, “unilaterales o concordantes premuras
eróticas”, “estupendas y concesivas mujeres”, y así. Hay también una gracia muy
suya a la hora de insertar palabras de signo objetivo o pseudocientífico en
contextos cómicos (“con la animación suministrada por unas libaciones…”) o, a
la inversa, de introducir vocablos cómicos en contextos que no lo son (“si bien
era devoto fidelísimo del apacible y labriego Hesíodo, no era insensible a las
cachonderías de Aristófanes y otros griegos de veta socarrona”). Los
neologismos vuelan aquí y allá, tan vivarachos y bien traídos que uno no puede
estar seguro de que lo sean, como las ya citadas pilología (que sería la ciencia
que estudia lo tocante al pelo), garañónico (relativo al garañón, ese hombre de
prestaciones sexuales descollantes) o cachondería. Hay en ello, naturalmente,
mucho de poesía: “¿Qué cirujano era capaz de tañer una flauta o de convertir en
manantial de arpegios el vientre de una guitarra?” Es, más que la palabra
precisa, la palabra inesperada que ilumina; así al referirse a los bañistas de
una playa como “multitudes en variable grado de torrefacción”, al relatar que “en
cierta universidad española vegetaba hace años un catedrático de química” o al
referirse al tráfico de felicitaciones navideñas como “zarabanda postal”.
Reír a carcajadas entre párrafo y párrafo como hacía
años, saborear una prosa viva como muy pocas. No se puede pedir más. Empecé
citando, seguí citando y termino citando. “Las leyes del honor, del viejo honor
español, al dimitir de los escenarios don Pedro Calderón de la Barca, fueron
transferidas, con acentuada intransigencia, a estos nobles y graves libadores
de nuestras tabernas.” Amén.
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