Andrea: “Hoy es un día especial, porque tengo piojos”.
Laura, al ver uno pataleando: “¡Ay, qué mono!” Sara: “Tranquilas, les echamos
esto y se mueren”. Laura: “¡No, pobrecitos!” Estas cosas de las niñas no es lo
mismo contarlas que oírselas. Tienen ahora cuatro años y medio. Es comiquísimo,
y eso que todos sus pensamientos y actos están regidos por la lógica; claro que
no por nuestra lógica perimetrada, sino por otra sin parcelar, a la medida de
su pequeño y gigante mundo. A su madre también le tocó, conque el único que se
salvó del hormiguillo fui yo. Alguna ventaja tenía que tener el calvatrueno.
Cierto es que los piojos podrían agarrarse a los dos milímetros de cortesía que
le permito a la testimonial resistencia, pero no lo hicieron porque, siendo tan
pequeños, parece que son muy inteligentes, y no se arriesgarían tanto ni expondrían
a sus liendres de esa manera. La paciencia de Sara, que se pasó todo el domingo
lendrera en mano, es de esas cosas de las que ni un padre aplicado como yo, que
estorbo todo lo que puedo, sería capaz. Así que mi papel en la crisis se limitó a labores de
intendencia: ir a la farmacia por la loción y pasar la aspiradora a cabeceros,
sillas del coche y todo aquello susceptible de abrigar vida microscópica. Tres
días después siguen saliendo piojos y liendres, pero creemos que muertos. Con todo,
el comecome no debe de ser fácil de llevar. De esta me libré. Calvo seré, mas calvo sin piojos.
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