La primavera ha venido. Nadie sabe cómo ha sido. Sí lo
sabe el cerezo del pequeño patio, todo florido, los pájaros tan contentos por
el aire limpio y el poco ruido, que empiezan ahora a hacer sus nidos en lugares
que con los meses sabrán temerarios. No sé cómo llevaría el “casamiento”
forzoso en el piso donde vivía antes, sin el desahogo del patio, que no lo es
tanto por salir a él como por poder hacerlo. Supongo que pasaría buenos ratos asomado
a la ventana. Lo que no cabe es ser insolidario cuando los que dicen que
permanezcamos en casa no son ni el centro de inteligencia, ni los que cocinan
las encuestas, ni no sé qué otros oscuros intereses, sino precisamente aquellos
que darían un ojo de la cara por poder pisar la suya, los médicos. Mil
quinientos muertos, y todavía gente minimizando, reclamando su derecho al paseíto. No lo
entiendo.
Circula un chascarrillo cibernético que dice que es la
hora de que los alumnos del conservatorio demuestren que es verdad aquello que
siempre dicen de que en casa les salía. Las clases telemáticas son lo que son,
pero es mejor que nada. Me gusta ver los vídeos que me envían mis alumnos por
ClassDojo, me ayudan a mantenerme en el mundo, a saber si es jueves o viernes.
Hay algo bonito en verles tocar en su habitación, con las zapatillas, los
peluches de fondo y el guirigay alrededor. Veo los vídeos y comento: esto bien,
no lo toques más; esto para repasar por esto y esto. En general soy más
indulgente, y paso algunos estudios que en clase no habría pasado. Como no se
puede apreciar la calidad del sonido, la doy por buena. Todos necesitamos
pequeñas alegrías en estos días. Estoy en ello cuando aparecen Laura y Andrea
con mi regalo por el día del padre: unos llaveros con un dibujo suyo plastificado,
y envueltos en un folio doblado y pintado. Quiero llorar.
La saturación mental a lo largo del día es importante.
Fundamental la siesta. Tiempo para leer, eso es lo bueno, pero cosas sueltas,
poesía por la mañana y prosa por la noche (por el día depende). Picoteo en antologías, artículos, diarios, cosas divertidas a poder ser,
las impertinencias de Torres Villarroel, cosillas de Mesonero Romanos o los desopilantes
“Cuentos de ayer y de hoy” de Ramón Carnicer. Y para dormir a las niñas, esa
maravilla que son los cuentos de Antón Retaco, tan de verdad, tan bellos y tan
tristes, que lo uno va con lo otro. Los encontré en el rastro, en la edición con
los dibujos de Pilarín Bayés, que es la que había en la casa de León, a un euro
cada tomo, seis en total. Leérselos es leer mi infancia (y qué tesoro) volver a
ver a mis amigos, la mona Carantoña, los perros Can can y Tuso, la cabra
Rubicana, que acaba de tener un chivito, el caballo Cascabillo, que echa de
menos los caminos, los padres de Antón, el titán Plácido Recio y doña Martita Gorgojo, la buena de Ludivina, el tío Badajo, que no quiso quedarse en Villavieja y tiró por el camino de las
montañas hacia el mar, con su clarinete y su poesía: “Pasa y pasa el que camina
y el mundo no se termina: ¿Dónde acaba? ¿Dónde empieza? No tiene pies ni cabeza;
ancho y alto, largo y hondo, qué bien hecho y qué redondo. A pasar, a pasar a
los caminos del mar.”
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